sábado, 8 de marzo de 2014

CAPITULO 93


Pedro tenía mis muñecas sujetas con una mano y me recorría el cuerpo
con la otra mientras cabalgaba sobre mí con fuerza. Lo hacía a un ritmo
frenético, casi enfadado. Sin embargo, sabía que no estaba enfadado
conmigo. Luchaba contra su sueño. Necesitaba sacárselo de la cabeza.
Entendí perfectamente lo que pasaba. No me importaba. Era una
participante completamente entregada en esta forma de autodisciplina.
Me tenía abierta del todo y ahondaba en mi dulce sexo con su pene con
una perfección tal que no tardé mucho en forcejear contra un orgasmo,
sintiendo mis músculos contraerse listos para la explosión que me llevaría
al paraíso en una supernova de calor y luz.
Me pellizcó el pezón, que estaba mucho más sensible de lo normal, y el
dolor me cegó durante un instante. Grité cuando el clímax empezaba a
recorrer mi cuerpo. Calmó la zona delicada con su lengua y dijo:
—¡Di mi nombre! Tengo que oírlo.
—¡Pedro, PedroPedro! —coreé contra sus labios mientras él sumergía
la lengua en mi boca y se tragaba mis palabras. Me estremecí y contraje los
músculos internos alrededor de su sexo, inmovilizada y totalmente
entregada. Y más satisfecha que nunca. Él tomaba el control de mi placer y
nunca me soltaba. Pero él no había terminado. Recordaba lo que me había
dicho antes.
Pedro gruñó un sonido muy primitivo y se separó de mí. Protesté por la
pérdida pero agradecí que me tirara en la cama y sentir el calor de su pene
llenando mi boca a medida que él reajustaba el lugar de penetración. Podía
sentír el sabor de mi esencia mezclada con la suya y el erotismo fue
enorme. Le agarré las caderas y le empujé más hondo hasta el final de mi
garganta. Justo después de que mis labios acariciaran su sexo sentí salir la
explosión de semen. Los sonidos que emitió eran carnales y extrañamente
vulnerables para ser así de controlador. Siempre me sentía poderosa
cuando Pedro se corría. Lo conseguí.
Él me estaba mirando, observándolo todo tal y como él quería, nuestros
ojos conectados mucho más allá del acto físico.
—Oh, Dios —susurró mientras salía de mi boca y volvía a acercarse a
mí para abrazarnos con fuerza. Me envolvió de nuevo, esta vez con
cuidado, se deslizó dentro de mí hasta encajar a la perfección ambos
cuerpos antes de que su erección desapareciera. Podía sentir los latidos de
su corazón fundiéndose con los míos.
Me sujeté a él y dejé que siguiera. Me besó y me tocó durante un buen
rato, con la necesidad de seguir dentro de mí más tiempo, diciéndome que
me quería y haciéndome sentir amada. Entendía tanto a este hombre y su
modo de pensar… Tanto… excepto por una cosa que quería saber de él y
que desconocía por completo.
El pasado de Pedro seguía siendo un misterio para mí tal y como lo
había sido siempre.
—Me encanta que me hayas traído aquí. —Volví a sentir que me invadía
el sueño, y estaba decidida a hablar con él de sus pesadillas al día
siguiente, pese a ser consciente de que no le gustaría, pero que le den, iba a
hacerlo de cualquier modo. Me pregunté si él sentía lo que yo. Pedro tenía
la asombrosa habilidad de predecir mis intenciones.
—Y a mí me encantas tú.
Me colocó entre sus brazos y me acarició el pelo. Inhalé su olor a clavo,
sexo y colonia y me dejé llevar, sabiendo que estaba en los brazos del
único hombre que había conseguido que me quedara ahí.

Al amanecer me desenredé con mucho cuidado del cuerpo que estaba
envuelto en mí. Pedro tan solo suspiró en su almohada y se enrolló entre
las mantas. Debía de estar agotado del estresante altercado de la Galería
Nacional de anoche y de las tres horas posteriores al volante rumbo a la
costa. Y no podía olvidar el tiempo dedicado al sexo una vez que llegamos
aquí. O su pesadilla. Y el sexo de después. Su mirada y su naturaleza
controladora fueron igual que cuando tuvo la pesadilla la otra vez. Yo sabía
lo que me decía. La reacción no había sido tan extrema como la anterior,
pero sentí que Pedro se había esforzado mucho en controlarse para no
dejarse llevar tanto como la última vez. Mi pobre pequeño… Nunca se lo
diría, pero me dolía verle herido; sobre todo porque no podía hacer nada al
respecto, ya que él se negaba a compartirlo conmigo. Los hombres eran
muy pero que muy frustrantes.
Me enjaboné la piel con fuerza con el gel de ducha y me apresuré para
terminar, dispuesta a vestirme y salir de la habitación sin despertar a Pedro
de su necesitado sueño.
Me metí el teléfono en el bolsillo de los vaqueros y salí de puntillas de
la habitación, cerrando la puerta con cuidado al salir. Me quedé de pie y
miré hacia el vestíbulo desde el ala en el que estaba situada nuestra
habitación, en una esquina de la casa. Este lugar era increíble, una mezcla
entre el Pemberley del señor Darcy y el Thornfield Hall del señor
Rochester. No podía esperar a hacer un tour oficial, todavía fascinada con
el hecho de que la hermana de Pedro y su marido fueran los dueños de este
lugar.

CAPITULO 92


—Cariño, estás soñando —me dijo una voz con suavidad al oído. Me giré
hacia la voz, tratando con dificultad de encontrarla. El sonido me calmó
como nada antes lo había hecho. Quería esa voz. Y entonces de nuevo—:
Pedro, cariño, estás soñando.
Abrí los ojos, cogí aire mientras la miraba y asimilé sus palabras.
—Ah, ¿sí?
—Sí, murmurabas y te movías de un lado a otro. —Me puso una mano
en la nuca y me miró fijamente—. Te he despertado porque no quería que
soñaras algo terrible.
—Joder, lo siento. ¿Te he despertado? —Seguía sintiéndome
desorientado, pero estaba despejándome rápidamente.
—No pasa nada. Quería despertarte antes de que se volviera… peor. —
Sonaba triste y sabía que intentaría que le hablara sobre este sueño como
hizo la última vez.
—Lo siento —repetí. Me sentía avergonzado por molestarla otra vez con
esta mierda.
—No tienes que disculparte por soñar, Pedro—dijo con firmeza—. Pero
me encantaría que me contases de qué se trata.
—Oh, nena. —La acerqué más a mí y le acaricié la cabeza y el cabello
con la mano. Posé los labios en su frente e inhalé. Solo respirar su aroma
me ayudaba muchísimo, al igual que el tacto de su pecho contra mi
acelerado corazón a medida que la sujetaba cerca de mí. Era real, estaba
aquí, ahora. A salvo conmigo.
Estaba excitado. Excitado y empalmado contra su suave piel.
—Sigo sintiendo mucho haberte despertado —dije pegado a ella cuando
mis labios encontraron los suyos. Adentré la lengua en su boca, hondo y
con fuerza, decidido a conseguir más. En este momento solo me podía
ayudar Paula. Ella era la única cura.
Y lo lamentaba, pero esto ya me había sucedido antes con ella.
Despertarme en mitad de la noche necesitando sexo para quitarme la
hiperansiedad o lo que fuera que me hubiera sucedido esa noche en mis
sueños.
—Todo está bien —me consoló con voz ronca contra mi boca.
Su respuesta me volvió loco. Casi todo lo que hacía me excitaba. Me
gustaba ser controlador, pero me encantaba cuando Paula me demostraba
que era receptiva y que me deseaba del mismo modo que yo la deseaba a
ella. De forma instintiva supe que le atraía. Era otro ejemplo de la gran
comunicación que teníamos. Ojalá todos los aspectos de nuestra relación
fueran así de fáciles. La parte del sexo la habíamos resuelto muy rápido,
desde el principio. Sí, el sexo siempre había sido salvaje y maravilloso
entre nosotros.
Le di la vuelta, la coloqué debajo de mí y le separé bien las piernas con
las rodillas, abriéndola mientras agachaba la cabeza. Aparté las mantas y
bajé los ojos a su precioso y receptivo cuerpo, en el que iba a estar
enterrado muy hondo en cuestión de segundos. Joder, gracias, Dios.

—Bien, porque necesito follarte hasta que te corras diciendo mi nombre —
afirmó de ese modo tan característico suyo—. Entonces voy a sacar la
polla de tu precioso coño y voy a follarte tu bonita boca. Y a observar tus
dulces labios envolverla y lamerla hasta que me dejes seco. —Sus ojos se
encendieron y su torso escultural se movía mientras respiraba
entrecortadamente a medida que se colocaba—. Sí, nena, voy a hacer todo
eso.
Pedro y su sucia boca. Era una locura, pero esas palabras obscenas
provocaban algo en mí.
Me excité por la expectación de lo que haría conmigo y gemí cuando
embistió contra mí fuerte y hondo, llenándome tanto, acercándonos tanto,
que mi mente volvió a pensar en lo que me había dicho antes. Casémonos.
No era una pregunta, sino una orden que solo Pedro podría dar y salirse con
la suya, tal y como había hecho tantas otras veces desde que nos
conocimos.

CAPITULO 91


Cuando salíamos a patrullar veíamos todo tipo de mierdas horribles. La
democracia es algo que la mayoría de la gente en realidad nunca tiene la
oportunidad de apreciar. Supongo que para gran parte del mundo eso es
algo bueno, pero aun así les da que pensar a aquellos que ni siquiera
saben lo que tienen en la vida. Lo que más me molestaba es la enorme
pérdida de potencial. La gente reprimida y aterrada pierde todo su
potencial, tal y como les gusta a los dictadores del tercer mundo.
Ya la habíamos visto pidiendo por las calles de Kabul antes, pero nunca
con el niño. Los militares tenían prohibido interactuar con las mujeres
afganas. Era demasiado peligroso, y no solo por las tropas, los hombres
excitados son las criaturas más predecibles y estúpidas del planeta.
Buscan sexo y se meten en líos casi todo el tiempo. Tenía sentido asumir
que era una prostituta. No es común en Kabul pero existen burdeles,
aunque yo nunca he estado en uno. Sin embargo, algunos hombres
corrieron el riesgo, así de estúpidos que son, pensando con la polla. Yo me
apañaba con el porno y con algún polvo a escondidas con alguna «colega»
del ejército cuando se podía hacer en secreto. Despertaba el interés de las
mujeres del ejército y tenía bastantes ofertas. La discreción era la clave
para tener sexo en la base. Las soldados tenían motivos para ser
precavidas, pues los hombres las superaban ampliamente en número.
El nombre de la mujer era Leila y murió de forma inhumana. Los
talibanes la ejecutaron en mitad de la plaza de la ciudad por sus delitos. El
principal delito era trabajar para dar de comer a su hijo. Los gritos del
niño nos alertaron. Tenía unos tres años y estaba sentado entre la sangre
de su madre en medio de la calle. Más tarde me pregunté si alguien de esa
ciudad lo habría recogido, o si le habrían dejado morir ahí junto al cuerpo
ultrajado de su madre. En realidad no tenía sentido preguntárselo.
Me ponía enfermo dejarle ahí cuando habían descartado la posibilidad
de una bomba suicida. Joder, tardaron siglos en darnos permiso. Fui yo
quien salí a apartarle del cadáver. Fui corriendo y le cogí en brazos. Él no
quería separarse de ella y agarró con fuerza el burka, arrastrándolo por la
cara de su madre mientras le levantaba. Le habían rajado la garganta de
oreja a oreja y tenía la cabeza casi colgando. Deseé con todas mis fuerzas
que fuera lo bastante pequeño para no recordar a su madre así.
Tuve un presentimiento terrible casi de inmediato. Una sensación
heladora me invadió mientras le sacaba de ahí corriendo. Y de repente
dejó de llorar. Oí un silbido y entonces… sangre. Demasiada sangre para
un niño tan pequeño. Un segundo más tarde todo se volvió un caos…