sábado, 29 de marzo de 2014

CAPITULO EXTRA


UN CUENTO NAVIDEÑO
EL PRIMER ENCUENTRO DE PEDRO Y PAULA


24 de diciembre de 2011
Londres



La calle estaba muy poco concurrida Probablemente por el maldito frío que hacía, 
teniendo en cuenta que era
Nochebuena.
la gente había sido lo bastante lista como para quedarse en casa. Era un completo cliché
eso de ir a comprar un regalo en el último momento, pero aquí estaba yo
abriéndome camino a través de las puertas de Harrods con la esperanza de
encontrar algo perfecto para mi tía Maria. Sabía que debía ponerme las
pilas, porque iba a pasar el día siguiente con ella ¡y no tenía nada con lo que
presentarme!
Resultaba difícil regalarle algo a Maria porque era única y muy poco
convencional; era casi imposible superar su estilo. Además tenía dinero
suficiente como para comprarse cualquier cosa que deseara. Me recordaba
a la tía Mame, de la película Tía y mamá, en muchos sentidos. Desde sus
exóticos viajes y el marido rico fallecido hasta los maravillosos vestidos
de su armario.
Después de tres cuartos de hora me rendí y me dirigí a la calle, tras parar
antes a comprar un café moca. Necesitaba cafeína y entrar en calor.
Salí a la calle y me bebí el café mientras miraba los escaparates de las
tiendas en busca de algo interesante. El aire helador me iba a colorear las
mejillas, eso seguro. Al menos tenía café caliente y los villancicos que se
escapaban de algún lugar sonaban bien. Muy Cuento de Navidad, y estoy
segura de que a Dickens le habría encantado saber que ciento sesenta y
ocho años más tarde, algunas de las canciones de entonces seguían
sonando. Me encantaba la historia y me hacía sonreír el pensar que algunas
tradiciones habían cambiado muy poco después de tantos años. El cambio
no es siempre bueno. Se necesita un carácter fuerte para sobrellevar el paso
del tiempo. Ojalá yo fuese así de fuerte.
Algunos días me preguntaba si aguantaría mucho tiempo aquí. A pesar
de mi determinación de independizarme en Londres, echaba de menos a
mis padres durante las vacaciones. La decoración, la repostería, las
fiestas…
Bueno, tal vez las fiestas no. Las fiestas ya no me iban mucho. Y
realmente me preguntaba si alguna vez volvería a poner un pie en San
Francisco.
Cambia de tema, por favor.
Di con una tienda que parecía interesante. Parecía una tienda de
antigüedades o de segunda mano. El nombre estaba grabado en la puerta de
cristal: «Escondrijo». Y realmente lo era. Había un montón de estas
pequeñas tiendas en Londres y algunas tenían una decoración preciosa.
Esta era una de ellas. Entré y escuché cómo sonaba una campana sobre la
puerta.
—Feliz Navidad —dijo una alegre voz.
—Feliz Navidad —contesté al sonriente rostro de un caballero mayor
que vestía el uniforme británico compuesto por un chaleco de punto y una
chaqueta de tweed.
La tienda olía bien. Como a canela. Al día siguiente haría algún
bizcocho en casa de la tía Maria y lo estaba deseando. Me encantaba
cocinar, pero perdía su gracia si no tenías para quién hacerlo. Noté que se
me escapaba un suspiro y lo reprimí.
Me acerqué a la sección de prendas de punto. Era evidente que se trataba
de una remesa nueva, no antigüedades. Juegos de bufanda y gorro en
muchos colores. Cogí uno de color morado oscuro y acaricié la bufanda.
Parecía cachemira, era igual de suave. Sin embargo, a lo mejor era lana de
oveja. Miré el precio y levanté una ceja. Pero lo quería. Maldita sea, lo
necesitaba en un día como este. Miré el precio otra vez y decidí que estaba
bien derrocharlo en mí. Al fin y al cabo era Navidad.
¿Estás de broma, boba? Aún no tienes nada para Maria.
Pensé que estaba empezando a vencerme el pánico. Suspiré y seguí
buscando.
Me di una vuelta, pero no encontré nada y decidí que era hora de irse.
Me acerqué al mostrador para pagar el gorro y la bufanda y vi el expositor
con la bisutería tras el cristal. Eso sí que despertó mi interés. Eran piezas
muy bonitas, con un toque bohemio y vintage que le iba a Maria como un
guante. ¡Bingo!
Una pieza me llamó especialmente la atención y era perfecta: un broche
de una paloma. De plata, con perlas en las alas y la cola, un ojo de cristal
negro y un pequeño corazón colgando de su pico con un cristal azul en el
centro. La paloma simbolizaba la paz, y sabe Dios que el mundo podría
tenerla más a menudo. Lo mejor era que podía visualizar a mi tía
llevándolo. Supe que le encantaría.
Pagué a toda prisa, emocionada de haber triunfado en mi angustiosa
búsqueda de regalos. Miré el reloj, consciente de que debía ponerme en
marcha, y vi que aún me quedaba un trecho hasta la estación de metro.
Hacía frío.
Un frío increíble.
Tanto frío que me puse mi nuevo gorro y me envolví el cuello con la
bufanda ahí mismo, en la calle. Comprobé rápidamente mi cara en el
retrovisor de un coche aparcado, solo para asegurarme de que no tenía un
aspecto ridículo, aunque no es que me importara mucho cuando estaba
helada.
Pasé un par de edificios hasta que no pude soportar el frío un segundo
más y entré en el primer sitio que encontré con un cartel de ABIERTO.
Acuario Fountaine. Era una tienda de mascotas. O, para ser más exacta, una
tienda de peces tropicales. Me valía. Se estaba calentito, tenía una luz
tenue y la humedad que se desprendía de las peceras resultaba un cambio
agradable comparado con donde acababa de estar. Me desenrollé la
bufanda y eché un vistazo, parándome en cada pecera para mirar y leer el
nombre de cada pez.
La sección de agua salada me recordó a un viaje que hice a Maui cuando
tenía catorce años. Fuimos a bucear y vi algunos de los peces que estaban
en esas peceras. No lo sabía entonces, pero esas vacaciones habían sido las
últimas que había pasado con mis padres juntos. Mi madre y mi padre se
separaron poco más tarde y nunca habría otro viaje en familia. Triste.
Tuvieron que luchar para ser civilizados ahora el uno con el otro. Bueno,
¿no es ese el mejor oxímoron? «Luchar para ser civilizados».
Me detuve en uno particularmente interesante. Un pez león. Los peces
león son increíbles cuando los ves así de cerca, con todas sus aletas
puntiagudas haciéndolos tan irreales. Uno de ellos parecía curioso y se
acercó al cristal y aleteó hacia mí como si quisiera que conversáramos. Era
mono. Sabía que eran venenosos si los tocabas, pero aun así resultaban
cautivadores. Pensé que un acuario de agua salada debía de llevar mucho
trabajo de mantenimiento.
—Hola, guapo —susurré al pez.
—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó un joven a mi espalda.
—Solo lo estaba mirando. Es un pez realmente bonito —le dije al
dependiente.
—Sí, de hecho está vendido. El dueño viene a recogerlo hoy para
llevárselo a casa.
—Ohh, bueno, entonces espero que seas feliz en tu nuevo hogar, guapo
—me dirigí de nuevo al pez—. Con suerte será alguien que te mime.
El dependiente coincidió conmigo y se rio.
Me di la vuelta, y decidí que era hora de enfrentarse al frío del exterior
otra vez e irme a casa. Aún tenía que envolver el regalo de Maria y había
pensado hornear algo esta noche, unas galletas de azúcar que llevaría al día
siguiente. Era una pequeña tradición que habíamos empezado, y era
divertido glasearlas y añadir virutas para decorarlas. Mis favoritas eran las
que tenían forma de copos de nieve.
Me dirigí hacia la puerta, ajustándome el gorro y envolviéndome el
cuello y la mitad de la cara con la bufanda, cuando alguien entró en la
tienda. Me eché a un lado para dejarle pasar y me impresionaron su altura
y su bonito abrigo, pero no le miré a la cara. Mis ojos enfocaban hacia lo
que caía tras la puerta de la tienda.
Copos de nieve.
¡Estaba nevando la víspera de Navidad en Londres!
—¿Está nevando? —murmuré atónita.
—Sí… —dijo él.
Salí al exterior y percibí en él un aroma atrayente cuando pasamos el
uno junto al otro. Como una mezcla de especias exóticas, gel y colonia.
«Resulta agradable cuando un hombre huele tan bien», pensé. «Una chica
que pueda olerte todo el tiempo tiene mucha suerte».
Me acerqué a la ventanilla de un Range Rover HSE negro aparcado en la
calle y comprobé mi gorro en el reflejo, tal y como había hecho antes. No
quería parecer un adefesio de camino a casa.
La nieve había empezado a caer con más fuerza y pude ver algunos
copos posándose en mi gorro morado, incluso a través del reflejo en la
ventana del todoterreno. Sonreí bajo la bufanda al girarme para
reemprender la marcha.
Tenía frío de camino a casa. Frío…, pero estaba extrañamente contenta.
Nieve en Navidad para una chica de California sola en Londres durante las
fiestas. Totalmente inesperado. Pero me di cuenta de algo de camino a
casa. Las pequeñas cosas de la vida son a veces los regalos más preciados
que nos pueden dar, y si los reconoces cuando llegan, entonces eres
realmente afortunado.


CONTINUARA...




CAPITULO 161



Un segundo después…

—La señora Alfonso se apunta.
Me ofreció el brazo.
—Mi dama, ¿me acompaña?
—¿Te he dicho alguna vez lo mucho que me gustan tus modales de
caballero? Es un contraste tan grande con esa boca tan sucia que tienes,
pero, oye, realmente funciona conmigo.
A Pedro se le notó la satisfacción en los ojos.
—Bueno, está bien, nena. Creo que puedo comportarme así para ti. —
Entornó los ojos y se llevó mi mano a los labios—. Me aseguraré de
hacerlo esta noche.
Gracias, Dios mío.
—Tengo que subir un segundo a nuestra habitación por tu regalo,
¿vale? Solo será un momento.
Me besó la mano y trazó un círculo con la lengua, justo encima de donde
estaban mi anillo y la alianza que me había puesto durante nuestros votos,
antes de dejarme ir.
—Te estaré esperando al final de las escaleras cuando bajes. Solo tengo
que decirle a Luciana que nos escapamos —me dijo con dulzura.
—Dios, cómo te quiero —le respondí.
Me dedicó una de sus escasas sonrisas y dijo:
—Yo a ti más.
—Lo dudo mucho —aseguré por encima del hombro—, pero ¡me vale!
Me di prisa en coger el paquete de nuestra habitación y estaba bajando
cuando noté una sensación de calidez. Caló en mí, se envolvió alrededor de
mi cuerpo como un manto de una forma reconfortante. Me detuve en las
escaleras donde el magnífico Mallerton de Sir Jeremy y Georgina estaba
colgado en la pared. Me encantaba mirar ese cuadro, y no era solo por el
tema o su técnica, que era impresionante, era la emoción que se expresaba
en él. Había un gran amor en esa familia. Sir Jeremy, con sus ojos azules y
su pelo rubio, miraba a su encantadora y bella Georgina con una expresión
que transmitía su profundo amor por ella. No sé cómo se las arregló
Tristan Mallerton para plasmarlo en un cuadro, pero sin duda había
captado el momento entre esos dos amantes de hacía tantísimo tiempo. Y
me dejaba sin aliento por su pureza.
Y luego estaban los hijos, un chico mayor y una niña más pequeña. La
niñita estaba sentada en el regazo de su madre, pero solo tenía ojos para su
padre. Me imaginaba cómo debía de haberla entretenido durante las largas
horas de posados para un retrato como este. Mis estudios de arte me habían
otorgado conocimientos sobre el tiempo necesario para crear un cuadro de
esta magnitud; debió de ser maravilloso. Una niña no miraría a nadie así a
no ser que lo sintiera. Esta pequeña quería a su padre, y había sido muy
querida por él. Igual que yo.
Te quiero muchísimo, papá…
Cuando le di la espalda al cuadro para seguir bajando, vi a Pedro
aguardándome al final de las escaleras. Me esperaba pacientemente como
si entendiera que necesitaba un momento y mi intimidad. Pedro parecía
reconocer mis estados de ánimo en momentos como este. Y si lo pensaba
bien, Pedro había sido el mejor regalo que mi padre me había hecho nunca.
Miguel Chaves, mi adorado y cariñoso padre, había mandado a Pedro Alfonso
 a buscarme en Londres para que pudiera rescatarme. Ahora
tenía el resto de mi vida para estarle agradecida por ello.
Gracias, papá. Miré a la niñita del cuadro y sentí una conexión con ella,
sin importar los siglos que nos separaban. Esperaba que la hija de Sir
Jeremy Greymont hubiese disfrutado de muchos años con su padre.
Veinticinco años era la cantidad de tiempo que me habían concedido a mí
con el mío y debía aceptarlo agradecida por ser un regalo tan valioso.
Me negaba a ponerme triste al pensar en mi padre el día de mi boda. Él
ahora era solo un pensamiento feliz para mí. Me quería y yo lo quería a él.
Aún estaba conmigo de alguna forma y yo aún estaba con él, y nada podría
arrebatarnos eso a ninguno de los dos.
—Mantén los ojos cerrados hasta que te diga que los abras, ¿vale? —
Aparqué el coche y fui hasta el lado de Paula para ayudarla a salir—. No
mires, señora Alfonso, quiero hacer esto bien.
—Tengo los ojos cerrados, señor Alfonso—dijo ella, de pie frente a
mí—. Mi regalo. Dámelo, por favor.
Lo saqué del asiento y se lo puse con cuidado en las manos. Pesaba poco,
era una caja negra plana con un lazo plateado.
—¿Lista?
—Sí —afirmó ella.
—Vale, mantenlos cerrados, que voy a cogerte en brazos y a llevarte.
—Suena muy tradicional —dijo.
—Me considero un tío tradicional, nena. —La cogí en brazos, con
cuidado para que no le arrastrara el vestido, y avancé por el camino de
grava de Stonewell Court. Las piedras crujían bajo mis pies y se oía el
sonido de las olas al romper en las rocas a lo lejos. El sitio era espectacular
y esperaba que le gustase. Todo estaba iluminado con antorchas y vasijas
antiguas y había velas que brillaban dentro de unos farolillos de cristal en
el suelo. Hasta la suite del último piso estaba iluminada. La suite de
nuestra noche de bodas.
—Escucho el mar —dijo contra mí mientras me acariciaba ligeramente
la parte de atrás de la cabeza una y otra vez con una mano.
—Ajá. —Me detuve donde me pareció el lugar perfecto para revelarle la
sorpresa—. Vale, hemos llegado a nuestro destino nupcial, señora
Alfonso. Voy a dejarte en el suelo para que puedas verlo bien —le
advertí antes de ayudarla a ponerse de pie. La coloqué frente a la casa y le
tapé los ojos con las manos.
—Quiero mirar. ¿Vamos a dormir aquí?
—No estoy seguro de si vamos a dormir mucho…, pero pasaremos aquí
la noche. —Le besé la nuca y aparté las manos—. Para ti, preciosa. Ya
puedes abrir los ojos.
—Stonewell Court. Sabía que estábamos aquí. Recordé el olor del mar y
el sonido de la grava cuando hemos entrado. Es tan hermoso…, no puedo
creerlo. —Abrió los brazos—. ¿Quién ha hecho esto para nosotros?
Aún no lo pilla. Le puse las manos en los hombros y le besé el cuello
desde atrás.
—Luciana, principalmente. Ha estado intentando hacer un milagro para
mí.
—Bueno, creo que lo ha conseguido. Me deja sin aliento. —Se giró para
mirarme—. Es el lugar perfecto para pasar nuestra noche de bodas —dijo
mientras se apoyaba en mi cuerpo.
Le cogí la cara con las manos y la besé con ternura, rodeados por el
resplandor de las antorchas y la brisa del océano.
—¿Te gusta?
—Más que gustarme. Me encanta que podamos estar aquí. —Se dio la
vuelta de nuevo y se apoyó en mí otra vez para mirar la casa un poco más.
—Me alegro mucho, señora Alfonso, porque después de estar aquí
juntos no podía quitarme este lugar de la cabeza. Quería traerte de vuelta
aquí. El interior necesita un poco de atención, pero está en perfecto estado
y tiene los cimientos sólidos, construidos sobre las rocas. Esta casa lleva
aquí mucho tiempo y espero que siga durante mucho más a partir de ahora.
Me saqué el sobrecito del bolsillo y lo pasé por detrás para sostenerlo
delante de ella y que lo pudiera ver.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Es nuestro regalo de bodas. Ábrelo.
Abrió la solapa y volcó el extraño surtido en su mano, algunas
modernas, otras muy viejas.
—¿Llaves? —Se dio la vuelta, sus ojos muy abiertos de la impresión—.
¡¿Has comprado la casa?!
No pude aguantarme la sonrisa.
—No exactamente. —Le di la vuelta para que mirase la casa otra vez, la
rodeé con los brazos desde atrás y apoyé la barbilla en su cabeza—. He
comprado un hogar para nosotros. Para ti y para mí, y para el melocotón, y
cualquier otra frambuesa o guisante que pueda llegar después. Este lugar
tiene muchas habitaciones donde ponerlos.
—¿De cuántas frambuesas estamos hablando? Porque estoy viendo una
casa muy grande que debe de tener montones de habitaciones que llenar.
—Eso, señora Alfonso, aún está por ver, pero puedo asegurarte que
me esforzaré al máximo por llenar unas cuantas.
—Ah, entonces ¿qué haces aquí fuera? ¿No sería mejor ponerse manos a
la obra? —preguntó con suficiencia.
La cogí apresuradamente y me puse a caminar. Rápido. Si ella estaba
preparada para la luna de miel, entonces yo no iba a ser tan tonto como
para demorar el asunto. Una vez más, no soy un idiota.
Mis piernas recorrieron el resto del camino a toda prisa y luego los
escalones de piedra de nuestra nueva casa de campo.
—Y la novia cruza el umbral —dije mientras empujaba la pesada puerta
de roble con el hombro.
—Te estás haciendo cada vez más tradicional, señor Alfonso.
—Lo sé. Y en cierto modo me gusta.
—¡Oh, espera, mi regalo! Quiero que tú también lo abras. Bájame. El
vestíbulo iluminado será perfecto para que las veas.
Me dio la caja negra con el lazo plateado, muy contenta y muy guapa
con su encaje de novia y el colgante en forma de corazón sobre la garganta.
Me vino a la mente el recuerdo de lo que tuvo que aguantar aquella noche
con Westman, pero lo aparté y lo mantuve lejos. No había cabida en este
instante para nada feo. Era un momento de alegría.
Abrí la tapa y saqué un papel de seda negro. Las fotografías que
aparecieron debajo casi hicieron que me diera un infarto. Paula preciosa
y desnuda en muchas poses artísticas, vestida solo con el velo de novia.
—Para ti, Pedro. Solo para tus ojos —susurró—. Te quiero con todo mi
corazón, con toda mi mente, con todo mi cuerpo. Ahora todo te pertenece a
ti.
Al principio me costaba hablar, así que simplemente me quedé
mirándola durante un momento y pensé en la suerte que tenía.
—Las fotos son preciosas —le dije cuando por fin pude articular las
palabras—. Son preciosas, nena, y ahora…, ahora entiendo el porqué. —
Paula necesitaba hacer hermosas fotos con su cuerpo. Era su realidad. Yo
necesitaba poseerla, cuidarla para complacer un requisito que controlaba
mi psique, mi realidad.
—Quería que tuvieses estas fotos. Son solo para ti, Pedro. Solo tú las
verás. Son mi regalo para ti.
—Apenas tengo palabras. —Eché un vistazo a las poses lentamente,
absorbí las imágenes y las saboreé—. Me gusta esta en la que estás
mirando por encima del hombro y el velo te cae por la espalda. —Estudié
la fotografía un poco más—. Tienes los ojos abiertos… y me estás
mirando.
Ella me sostuvo la mirada con sus hermosos ojos multicolor, que me
sorprendían todo el tiempo con sus cambios de tonalidad, y dijo:
—Te están mirando, pero mis ojos solo han estado realmente abiertos
desde que llegaste a mi mundo. Tú me lo diste todo. Tú me hiciste querer
ver lo que había a mi alrededor, por primera vez en mi vida adulta. Tú me
hiciste quererte a ti. Tú me hiciste querer… una vida. Tú fuiste el mejor
regalo de todos, Pedro Alfonso. —Levantó el brazo para tocarme
la cara y dejó ahí la palma de su mano, mostrándome con los ojos sus
sentimientos.
Le cubrí la mejilla con la mano.
—Igual que tú para mí, mi preciosa chica americana.
Besé a mi encantadora esposa en el vestíbulo de nuestra nueva casa de
piedra durante mucho tiempo. Yo no tenía prisa y ella tampoco. Teníamos
el lujo de la eternidad ahora mismo y nos lo tomaríamos como el precioso
regalo que era.
Cuando estuvimos preparados, la volví a coger en brazos; me encantaba
notar su suave peso descansar contra mi cuerpo y la tensión de mis
músculos mientras la llevaba escaleras arriba hacia la suite que nos
esperaba y donde no la soltaría en toda la noche. Me aferraría a ella para
salir a flote. El concepto tenía sentido para mí. No podía explicárselo a
nadie más, pero no necesitaba hacerlo. Sabía lo que significábamos el uno
para el otro.
Paula era mi mejor regalo. Era la primera persona que había visto mi
interior. Solo sus ojos parecían ser capaces de hacerlo. Solo los ojos de mi
Paula.

CAPITULO 160




Dos días después…

Oscar y yo observamos a Simon desde la rosaleda esperando que no nos
viera. Con su verdísimo traje milanés hecho a medida, organizaba a los
invitados para hacerles fotos espontáneas en todo tipo de locas posturas
vanguardistas.
—Que Dios nos ayude si esas fotos que está haciendo salen a la luz
pública. Estaremos jodidos, ¡literalmente! —dijo Oscar de forma seca
mientras hacía un gesto con la cabeza hacia las obscenas payasadas de
cierto príncipe pelirrojo y su acompañante desconocida—. ¿Por qué
diablos contrató Pedro a Simon Carstairs para hacer las fotos de la boda?
—Aaah…, bueno, esa fue una situación en la que a Pedro le dieron una
cura de humildad o, como decimos en Estados Unidos, se tuvo que tragar
sus palabras respecto a nuestro querido Simon. Pedro le llamó para
disculparse por lo sucedido y cuando terminó la conversación había
conseguido contratar al fotógrafo más gay de todo Londres, si no de toda
Europa. —Me encogí de hombros—. Hace unas fotos preciosas y al final
todo ha salido bien. —Le di un codazo a Oscar—. Simon estaba
superilusionado con ese estrafalario traje verde.
Oscar y yo nos reímos juntos y continuamos observando la fiesta. Simon
era una calamidad de la que no podías apartar la vista con su traje verde
otoño. Puso a Gaby y a Tomas juntos en algunas fotos. Me preguntaba cómo
se llevaban desde que los habíamos metido en esto juntos y les habíamos
nombrado dama de honor y padrino. Gaby estaba preciosa, como siempre,
y parecía que Tomas también lo pensaba. Tendría que arrinconarla más tarde
para que me diera la exclusiva. Veía potencial en ellos dos por su lenguaje
corporal y por cómo actuaban el uno con el otro. La química se estaba
fraguando, estaba segura.
—Yo habría hecho las fotos de tu boda, ya lo sabes —dijo Oscar.
Le miré a su preciosa cara.
—Lo sé. Pero hoy necesitaba a mi amigo, al que quiero tantísimo, para
algo mucho más importante.
—Lo sé —susurró Oscar, y me cogió las manos—, y ha sido un gran honor
para mí acompañarte hasta el altar el día de tu boda. Es… estoy sin
palabras ahora mismo, Pau. Eres tan hermosa, mi querida amiga, por
dentro y por fuera… —Me estrujó las manos—. Y verte feliz ahí delante
con Pedro ha sido tan impresionante que no soy capaz de encontrar las
palabras para decírtelo como es debido, excepto que te quiero. —Se llevó
mis manos hasta la boca para darme un beso.
—Vale…, ahora estoy llorando, Oscar. —Me reí entre sollozos—.
¿Tienes un pañuelo para la llorona de la novia con las hormonas a flor de
piel?
—Lo siento, cariño—dijo tímidamente al tiempo que me pasaba su
pañuelo.
—No pasa nada —le respondí mientras me limpiaba los ojos con
cuidado—. En realidad no tenía a nadie más a quien pedírselo. No quería
entrar sola… No sé por qué, pero sabía que mi padre hubiera querido que
tú estuvieses allí. Te tenía en un pedestal, a ti y a nuestra amistad, Oscar.
Y tú estabas allí en la galería aquella noche…, tú me dijiste que mirase al
tío bueno del traje gris con los ojos bien abiertos que me abrasaban desde
el otro lado de la sala. Tú estabas allí desde el principio, desde que nos
encontramos Pedro y yo.
—Sí, allí estaba. —Oscar también parecía tener los ojos bastante llorosos
en ese momento.
—Toma. —Le devolví el pañuelo.
Los dos nos reímos y recobramos la compostura.
—Gracias por invitar a mi madre —dijo él.
—¡Por supuesto! Me encanta tu madre. Es tan graciosa cuando se toma
unas cuantas copas…, y le encanta verte tan arreglado. Me alegro mucho
de que la hayas traído.
—Bueno, a ella también le encantas tú, y estoy seguro de que si no fuese
gay me habría obligado a casarme contigo hace años. Quiere ser abuela y
va a estar encima de ese bebé cuando llegue, así que más vale que te vayas
preparando. —Hizo un gesto con la cabeza hacia mi barriga, que estaba
empezando a hacer su aparición.
—Eso es muy bonito —dije yo mientras me fijaba en el grupo y veía a
mi madre y a Gerardo charlando con un diplomático italiano en su mesa. Las
cosas habían mejorado algo entre nosotras dos, pero no sabía si había
esperanzas de futuro para nuestra relación. Y no pasaba nada. De verdad
que no. Ahora tenía una familia que me necesitaba tanto como yo a ellos.
Todas esas personas vivían en Inglaterra. Ahora este era mi lugar en el
mundo.
Había muchos otros a mi alrededor que importaban. Mi bebé, por
ejemplo. El padre de Pedro y mi tía Maria serían los abuelos que mi madre
y mi padre nunca podrían ser. Luciana, Angel, Gaby,Tomas, Pablo y Eliana
serían los tíos y tías. Teo, Andres y Delfina serían los primos. Tanto amor a
mi alrededor…
Unos brazos fuertes me rodearon desde atrás y un vello facial muy
familiar me acarició el cuello.
—Señora Alfonso, ¿te estás escondiendo en el jardín en tu propia
boda?
—Pues sí —dije mientras me inclinaba hacia atrás con gran alegría.
—¡Ay, por el amor de Dios! Pero ¿qué hace mi madre? —gruñó Oscar en
dirección a la pista de baile donde Simon ahora estaba bailando una rumba
muy lasciva con la señora Clarkson entre los vítores de la multitud.
—Ve a por ellos, Oscar. —Pedro y yo nos reímos a sus espaldas mientras
Oscar se retiraba para ir a rescatar a su madre de las caderas de Simon.
—Por muy alocado que parezca Simon ahora mismo, ese pirado sabe
bailar —dije sin parar de reír—. Aún no puedo creer que lo hayas
contratado para hacer las fotos.
Pedro se acurrucó contra mí un poco más.
—No me lo recuerdes, por favor. Me chantajeó, lo sabes. Me dijo que
me perdonaría si le contrataba para hacer las fotos de nuestra boda. Pensé
que estaría bien, así que accedí. Luego me mandó el contrato. Créeme
cuando te digo que tu amigo Simon hoy se ha llevado una buena
compensación por sus servicios. ¡Incluso me mandó la factura de un
maldito traje a medida hecho en Milán!
Casi me ahogué de la risa.
—¡Oh, Dios mío! —Señalé a Simon, que culebreaba detrás de la madre
de Oscar con su brillante traje de seda verde—. Ahí lo tienes, cariño. Un
dinero muy bien gastado, diría yo. Simon parece taaaan feliz… —Me reí
un poco más.
—Más le vale que las fotografías sean dignas de exposición —dijo
Pedro entre dientes.
—Te he visto bailar hace un ratito con una belleza que tiene predilección
por los helados —continué, con la esperanza de distraer la atención hacia
algo más agradable.
A Pedro le cambió la cara de inmediato.
—Es tan asombrosa… Espero que nuestro melocotoncito sea igual que
ella si es una niña. —Puso las manos sobre mi vientre—. Ya puedo notar el
melocotón. Tu tripa está dura y antes no lo estaba.
—Sí. Ya lo creo que el melocotón está ahí dentro. —Puse mis manos
sobre las suyas.
—Me encanta tu vestido. Es perfecto. Tú eres perfecta.
—Tú también estás bastante guapo con ese esmoquin. Te has puesto un
chaleco morado solo por mí. Me encanta. Vamos muy conjuntados, señor
Alfonso. —Y era verdad. Mi vestido de encaje color crema llevaba un
cinturón morado atado a la espalda, y yo lucía el colgante en forma de
corazón de perlas y amatistas en el cuello. Pedro llevaba su chaleco
morado de rayas y un lirio morado oscuro en la chaqueta. Mi velo era largo
y sencillo, pero me encantaba por las fotos que me había hecho con él.
Fotos solo para los ojos de Pedro. Quería que las viese.
—Tengo un regalo para ti —dije.
—Eso suena muy bien —contestó mientras se arrimaba más a mi cuello
—, pero toda tú eres mi regalo. —Me cogió la cara con ambas manos como
me encantaba que hiciera—. ¿Qué le parecería a la señora Alfonso
marcharse de aquí y empezar la noche de bodas?