martes, 11 de marzo de 2014

CAPITULO 102




Para regresar a la casa tomó un sendero distinto ya que quería mostrarme
los alrededores. Ese camino era mucho menos agotador, y lo agradecí; pero
por alguna razón estaba otra vez cansada. Sentí que me sonrojaba al
reconocer el porqué: muchísimo sexo la noche anterior. Otro milagro,
teniendo en cuenta que había empezado y terminado la noche vomitando.
Argh. Aunque Pedro se había portado muy bien conmigo. Era
verdaderamente un hombre atento y solícito, y con una gran sensibilidad
para no haber crecido con una madre al lado. Tendría que darle las gracias
a su padre, Horacio, cuando le viera de nuevo por haber hecho tan buen
trabajo.
La zona se volvió más boscosa a medida que nos alejábamos de la costa.
El sol se filtraba entre las hojas verdes y las ramas, trazando dibujos de
luces y sombras en el suelo. Todo el lugar resultaba apacible. Un pequeño
cementerio oculto bajo unos robles muy antiguos parecía un sitio perfecto
para detenerse un rato. El lugar parecía sacado de una novela gótica, con
las ramas sobresaliendo y las lápidas profusamente decoradas.
Pedro esperó a que le alcanzara en la puerta y extendió la mano. Nada
más tocarle, me acercó contra su cuerpo, envolviéndome.
—¿Quieres echar un vistazo por aquí y descansar un poco? Pensé que te
apetecería, teniendo en cuenta lo que te gusta la Historia.
—Me encantaría. Esto es precioso —dije mirando a mi alrededor—. Tan
tranquilo y sereno.
Caminamos por el terreno, leyendo en las lápidas los nombres de las
personas que habían vivido y muerto en la zona. Una cripta de mármol
señalaba el lugar donde reposaban los restos de la familia Greymont, los
antepasados del marido de Luciana, Angel. Distinguí los nombres de
Jeremy y Georgina y recordé que eran las personas que Luciana había
mencionado del bellísimo retrato que había descubierto esta mañana en la
escalera. Los del Mallerton. Supe sin la menor duda que el cuadro de sir
Jeremy y su preciosa Georgina era el original, y esperaba que la familia me
permitiese tomar algunas fotografías solo para catalogarlas. Quizá podría
traer a Oscar aquí y hacer algunas buenas fotos. Gaby querría verlo y la
Mallerton Society estaría muy interesada en cualquier cosa relacionada con
el estatus actual de la pintura. Mi mente se agitaba con todas las
posibilidades mientras dejábamos el cementerio privado y continuábamos
hacia el interior por el camino del bosque.
Llegamos a una imponente puerta de hierro, del tipo que se ven en las
películas que ganan Oscars. Sujeto en el hierro había un cartel de una
agencia inmobiliaria que anunciaba el lugar como Stonewell Court.
—¿Conocías esta casa? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—Nunca había venido por este camino. Parece que está en venta. —
Probó con la aldaba de la puerta y, para nuestra sorpresa, esta se abrió con
un desagradable chirrido—. Echemos un vistazo. ¿Quieres?
—¿Crees que no pasará nada?
—Claro que no —dijo encogiéndose de hombros y mirando el cartel.
—Entonces sí.
Di un paso adelante para seguirle al interior. La oxidada puerta se cerró
tras nosotros con un ruido metálico. Le cogí la mano a Pedro y me acerqué
más a él mientras descendíamos por el serpenteante camino de gravilla.
Parecía que volvíamos a dirigirnos hacia la costa.
Se rio con dulzura.
—¿Te da miedo que nos metamos en algún lío?
—Para nada —mentí—. Si alguien viene detrás de nosotros por entrar
sin permiso, pienso hacerles saber que todo fue idea tuya y que tú dijiste
que no pasaba nada.
Traté con todas mis fuerzas de permanecer seria, esperando poder
aguantar la risa unos segundos más.
Hizo que nos detuviéramos en el sendero y me miró fingiendo estar
enfadado.
—Muy bonito. ¡Vas a abandonarme con tal de salvar tu precioso y
pequeño trasero!
—Bueno, me aseguraré de ir a la cárcel a visitar tu precioso y sexi
trasero —dije con suavidad, enfatizando la pronunciación británica de
«trasero» mientras pensaba que sonaba mucho más elegante cuando la
decía él. Era pésima intentando imitar el acento británico.
Bajó el brazo para meterme mano y me hizo cosquillas en el costado con
la otra mano.
—Oh, ¿lo harás ahora? —preguntó pronunciando lentamente. Me
rompió la compostura con facilidad haciéndome cosquillas sin piedad.
—¡Sí! —grité, zafándome de su sujeción y corriendo entre los árboles.
Él salió detrás de mí, riendo todo el tiempo. Podía sentirle acercarse y
me esforcé más para mantenerle a distancia, apurando la extensión del
camino de entrada a la casa con cada zancada.
Pedro me alcanzó justo cuando girábamos por una curva del camino y se
las apañó para tirarnos a ambos con dulzura sobre la suave hierba, rodando
sobre mí y haciéndome cosquillas sin parar. Yo me retorcía y me
zarandeaba, intentándolo todo para escapar, pero era un ejercicio inútil
contra su fuerza.
—No tienes escapatoria, nena —dijo en voz baja al tiempo que me
inmovilizaba sin esfuerzo alguno las muñecas con una mano y me sostenía
la barbilla con la otra.
—Por supuesto que no —susurré a su vez, sintiendo ya el rubor del
calor, excitándome de manera salvaje. Pedro hacía que pasaran todo tipo de
cosas en mi cuerpo. Ya me había habituado a ello.

CAPITULO 101



Mi corazón se derritió ante la explosión de intensidad que provenía de él
y me sentí de nuevo una verdadera bruja. Ahí estaba Pedro, desnudando sus
sentimientos, contándome lo mucho que yo significaba para él, y yo se lo
estaba haciendo pasar mal.
—Sé que me quieres, y yo también te quiero. —Asentí y giré la mano
para sostener la suya, sintiendo mis palabras con todo mi corazón—. De
verdad. Nadie más ha sacado eso de mí antes… excepto tú.
—Bien.
Ahora parecía vulnerable, y yo quería consolarle, hacerle ver que me
importaba. Porque era la verdad. Pedro me importaba. Muchísimo. Le
acaricié la palma de la mano con un dedo, rozándole de un lado a otro.
Las últimas veinticuatro horas habían sido una locura y yo solamente
estaba tratando de mantener la calma. Lo que Pedro me proponía me
agobiaba, pero también me hacía sentir amada. Era un buen hombre que
deseaba comprometerse conmigo, y que únicamente pedía lo mismo a
cambio. ¿Por qué tenía tantos problemas para admitirlo? La verdad era
algo que entendía demasiado bien, aunque odiara reconocerlo al haberla
enterrado en lo más profundo de mi cabeza. Estar con Pedro me obligaba a
enfrentarme a mis demonios.
—Me mudaré contigo. ¿Qué tal eso para empezar?
—Es solo eso, un comienzo —contestó de manera seca—. Te expliqué
que en cualquier caso esa parte era innegociable.
—Lo sé. Me dijiste muchas cosas, Pedro —respondí sin poder evitar el
sarcasmo en mi voz, pero le sonreí, sentado frente a mí con toda su belleza
masculina, tan confiado y seguro.
Me devolvió la sonrisa.
—Y cada palabra que he dicho iba en serio.
La camarera apareció con nuestra comida justo en ese momento,
sonriendo e inclinándose sobre la mesa de un modo descarado que hizo que
se me revolvieran las tripas. Los huevos y el beicon que colocó frente a mí
ya no parecían tan apetecibles. Alargué primero la mano hacia la tostada.
No pude evitar volver a entornar los ojos mientras se marchaba
pavoneándose, contoneando las caderas para conseguir el máximo efecto.
Pedro rio con suavidad y me tiró un beso.
—Hablemos un poco más de este plan tuyo cuando volvamos a Londres,
¿vale? Quiero disfrutar de nuestro tiempo aquí juntos el fin de semana, y
olvidar el mensaje de anoche, y pasarlo bien… —Y no pude evitar añadir
con un ligero tono mordaz—: Aunque contemplar cómo se te abalanzan las
mujeres no es que sea pasarlo bien que digamos.
Se rio con más fuerza.
—Bienvenida a mi mundo, nena. Dios, si ayuda a mi causa ponerte
celosa, quizá debería dar un poco más de alas a mis admiradoras —dijo
señalando en dirección a la camarera.
Le miré echando chispas por los ojos.
—Ni se te ocurra, Alfonso —contesté apuntando hacia su entrepierna
—. No ayudará para nada a tu causa ni a conseguir lo que tanto te gusta.
Mordió el último trozo de beicon e ignoró mi amenaza, al tiempo que
me abrumaba con ojos sensuales y pausados.
—Me gusta mucho tu yo celoso. Me pone cachondo —dijo en voz baja.
¿Qué no te pone cachondo? Sentí cómo el hormigueo de la excitación se
agitaba en mi interior mientras me escudriñaba con la mirada. Pedro podía
excitarme con el más mínimo gesto. Noté cómo se le contraían los
músculos bajo la camisa, y quería arrancársela y proceder a lamerle su
precioso y esculpido torso, para después bajar hacia su abdomen y a esa V
que culminaba en su grandiosa…
—¿En qué estás pensando ahora? —me preguntó arqueando la ceja, e
interrumpiendo mis perversas fantasías.
—En cómo me gusta salir a correr contigo —contrarresté, orgullosa de
mi concisa réplica cuando me cazó comiéndomelo con los ojos sin ningún
tipo de vergüenza, peor de lo que había hecho la pelirroja que nos había
servido el desayuno.
—Ya —dijo totalmente escéptico—. Yo creo que estabas soñando con
desnudarme y echar un polvo.
Estaba horrorizada y me quedé mirando mi comida, mientras me
preguntaba por qué estaba tan sexual esos días. Mis hormonas debían de
estar alteradas otra vez. Por-su-culpa.
—Hablando de sueños… —Pensé que ese era un buen momento para
cambiar de tema y dejé que mi comentario flotara en el aire un instante
entre los dos.
Sus ojos se oscurecieron y frunció el ceño.
—Sí, tuve otra pesadilla. Lo siento mucho por molestarte mientras
dormías. De verdad. No sé por qué he empezado a tenerlas otra vez después
de todo este tiempo.
—Quiero saber de qué tratan esos sueños, Pedro.
Se hizo el distraído y cambió otra vez de conversación.
—Pero tienes razón, nena, no debería haber sacado el tema de vamos-a-
casarnos de forma tan repentina. No estuvo bien soltarte eso en mitad de la
noche, a pesar de que sigo convencido de que es nuestra mejor opción.
Podemos hablar más sobre ello cuando volvamos a la ciudad y te hayas
mudado a mi piso. Ya te dije que el suceso de la otra noche en la Galería
Nacional me hizo enloquecer —continuó moviendo la cabeza lentamente
—. Cuando no podía encontrarte…, fue lo peor Paula. No puedo pasar por
eso otra vez. Mi corazón no puede soportarlo.
Le miré fijamente, frustrada de que estuviera cerrándose en banda una
vez más, y endurecí mi postura.
—¿Por qué no quieres hablarme de tus pesadillas? Mi corazón no puede
soportar eso.
Bajó la mirada y después la alzó, implorándome con los ojos.
—Cuando volvamos a casa. Te lo prometo —dijo jugando con mi mano,
acariciando mis nudillos con mucha delicadeza—. Pasémoslo bien juntos
este fin de semana como tú quieres, sin sacar a colación nada desagradable.
¿Por favor?
¿Cómo podía negarme? Su mirada aterrorizada me era suficiente para
darle una tregua. Unos pocos días más sin saberlo no importaban. No
obstante, sí sabía algo, que cualesquiera que fuesen los hechos que había
sufrido Pedro, habían sido terribles de verdad, y me producía pánico
siquiera imaginarlos. Dijo que eran de su época en la guerra, y recordé las
palabras que Pablo me dirigió una vez: «Él es un milagro andante, Paula».
Sí, es un buen milagro. Mi milagro.

CAPITULO 100


Pedro me guio a lo largo de la costa por un sendero escarpado que
dominaba el mar de la bahía de Bristol, con su centelleante agua azul
titilando en un millón de fragmentos brillantes a causa del viento. Lo
seguimos durante un buen rato hasta que el camino viró hacia el interior.
El sol brillaba y el aire era fresco. Se podría pensar que el esfuerzo físico
despejaría mis dispersos pensamientos y los pondría en orden, pero no
hubo suerte. No. Mi cabeza simplemente continuaba dando vueltas.
¿Comprometernos? ¿Irnos a vivir juntos? ¿¡Matrimonio!? Necesitaba
organizar una cita con la doctora Roswell para cuando regresáramos a
Londres.
Mientras observaba a Pedro delante de mí, el modo en que se movía, su
agilidad natural y su sigilo, sus músculos definidos impulsando su cuerpo
hacia delante, al menos apreciaba también esas vistas. Mi chico, mis vistas.
Sí, el paisaje y mi hombre estaban muy bien.
Lo cierto es que me encantaba estar ahí y estaba contenta de que me
hubiera llevado, a pesar del rumbo que había tomado nuestra conversación
de la noche anterior. Pedro había bajado esta mañana alegre y cariñoso,
como si no hubiéramos discutido algo importante. En realidad me
molestaba mucho que él pudiera soltar algo como lo de casarse sin más, ¡ni
que fuera tan sencillo como sacarse el carné de conducir!
Sin embargo, me gustaba que saliera a correr conmigo. Si no llovía,
salíamos a correr por las mañanas en la ciudad cuando me quedaba a
dormir en su casa. Pedro mantenía un ritmo competitivo y yo esperaba que
él no me tratara con mano suave solo porque podía hacerlo.
El sendero serpenteaba junto al litoral e iba descendiendo hacia la costa
y la playa que se extendía debajo, hasta que al final llegamos a un cabo
pedregoso. Pedro se giró y me dirigió una sonrisa de modelo de portada,
algo que me afectaba cada vez que lo hacía. Tenía una sonrisa espléndida
que hacía que me derritiera. Eso significaba que él era feliz.
—¿Tienes hambre? —me preguntó mientras me detenía.
—Sí que tengo. ¿Adónde vamos?
Señaló un diminuto edificio con forma de mirador situado en lo alto de
las rocas.
—El Ave Marina. Dan unos desayunos geniales en ese pequeño lugar.
—Suena muy bien.
Puso mi mano en la suya y la llevó hasta sus labios, besándola con
rapidez.
Yo le sonreí y observé su precioso rostro. Pedro era un regalo para los
ojos, pero me resultaba curioso que él pareciera no pensar mucho en ello.
Quería saber más sobre esa mujer de la noche anterior, Priscilla. Sé que se
había acostado con ella en algún momento del pasado; se limitó a decir:
«Salimos una vez juntos». No había que ser un genio para saber que había
aceptado libremente tener sexo con ella. En el bar no paró de ponerle las
zarpas encima. No me gustaba nada su mirada. Demasiado depredadora.
Luis no obstante parecía interesado. Los vi juntos fuera, en la acera,
después de que evacuaran la Nacional.
—¿En qué estás pensando, nena? —preguntó Pedro dándome un
golpecito en la punta de la nariz—. Puedo ver moverse el engranaje ahí
debajo. —Me besó en la frente.
—En muchas cosas.
—¿Quieres que hablemos de ello?
—Creo que deberíamos —dije asintiendo—. Creo que no tenemos
opción, Pedro.
—Sí —respondió, al tiempo que sus ojos perdían el brillo de felicidad
que habían tenido hasta ese momento.
La camarera pelirroja lo miró de arriba abajo mientras nos sentaba junto
a la ventana, algo a lo que me había habituado cuando salía con Pedro. Las
chicas no disimulaban demasiado su interés. Yo siempre me quedaba
pensando en cómo actuarían otras chicas o qué le dirían si yo no estuviera
presente. ¡Ja! «Este es mi número, por si quieres venir a mi casa y tener un
poco de sexo rápido y sucio. Haré todo lo que quieras». Argh.
Esperó hasta que ella se marchó y entonces fue directo al grano.
—Bueno…, volviendo a nuestra conversación de anoche. ¿Te sientes
más receptiva a la idea?
Bebí primero un poco de agua.
—Creo que todavía estoy conmocionada por el hecho de que quieras…
—vacilé.
—No tienes por qué tener miedo a pronunciar las palabras,  Paula
dijo mordaz, sin parecer ya tan feliz conmigo.
—Bien. No me puedo creer que quieras «casarte» conmigo —contesté
marcando el gesto de las comillas y observando cómo se le contraía la
mandíbula.
—¿Por qué te sorprende?
—Es demasiado pronto y apenas hemos empezado a salir juntos, Pedro.
¿No podemos seguir tal y como estamos?
Su gesto se endureció.
—Seguimos estando como estábamos. No sé adónde te crees que
estamos yendo, pero te puedo asegurar que será a un lugar en el que
estaremos juntos —contestó entornando los ojos, que brillaron un poco—.
Todo o nada, Paula, ¿o es que ya lo has olvidado? Anoche dijiste que
querías lo mismo.
Juraría que estaba más que un poco frustrado conmigo.
—No lo he olvidado —susurré, y hojeé la carta que tenía frente a mí.
—Bien.
Él cogió la suya y no dijo nada durante un minuto o dos. La camarera al
final regresó y anotó la comanda de nuestros desayunos de una forma
bastante desagradable, tonteando con Pedro a lo largo de todo el tortuoso
proceso.
Fruncí el ceño en cuanto se giró y se marchó con paso tranquilo.
Pedro continuaba mirándome, sin pestañear, mientras hablaba.
—¿Cuándo vas a entender que no me importan las mujeres como esa
camarera ni cómo intentaba flirtear conmigo mientras tú estás aquí
sentada? Ha sido de muy mal gusto y lo detesto. Cosas así me han pasado
durante toda mi vida adulta y puedo asegurarte con sinceridad que es
terriblemente molesto —dijo mientras alargaba la mano por encima de la
mesa y me cogía la mía—. Yo ahora quiero que solo una mujer flirtee
conmigo, y tú sabes quién es esa mujer.
—Pero ¿cómo puedes estar tan seguro de algo tan importante como el
matrimonio? —pregunté retomando nuestro tema.
Empezó a rozar su pulgar sobre la palma de mi mano, en un gesto que
iba más allá de lo sensual.
—He decidido lo que quiero contigo, nena, y no voy a cambiar de
opinión.
—Lo sabes. Sabes que jamás cambiarás de opinión sobre mí o sobre
querer estar conmigo —pronuncié esas palabras con un tono ligeramente
socarrón, pero eran cuestiones que le planteaba de verdad. Dios, si me lo
estaba proponiendo, entonces yo tenía que escuchar el porqué de las cosas
—. No tengo ningún buen ejemplo en el que inspirarme. El matrimonio de
mis padres era una farsa.
—No cambiaré de opinión,Paula —dijo entornando los ojos, en los que
pude atisbar algo de dolor—. Tú eres todo lo que quiero y necesito. Estoy
seguro de eso. Solo deseo hacerlo oficial ante el mundo de forma que
pueda protegerte de la mejor manera que sé. La gente se casa por mucho
menos. —Bajó la mirada a nuestras manos y volvió a alzarla hacia mí—.
Te quiero.