lunes, 17 de marzo de 2014

CAPITULO 122




Una vez que salimos de la consulta del médico la rodeé con el brazo y le
besé la coronilla.
—Ha sido divertido, nena. El doctor Burnsley es un hombre encantador, ¿no
crees?
—Sí, es genial —dijo de forma sarcástica con los brazos cruzados
debajo del pecho.
—Oh, venga, no ha estado tan mal —exclamé con zalamería—. Utilizó
la sonda-plátano contigo.
—¡Oh, Dios mío, eres un idiota! —Me dio un empujón en el hombro y
se rio en silencio—. ¡Solo tú podrías hacer un chiste sobre una situación
tan delicada y que sea gracioso!
—Pero ha funcionado, y de eso se trataba —le dije mientras
caminábamos.
—Estoy un poco preocupada por mi trabajo. Nunca pensé en la
posibilidad de tener que dejarlo. —Parecía triste.
—Pero tal vez una excedencia sería algo bueno. Te daría tiempo para
planificar lo que está en camino. —Bajé la vista hasta su tripa pero intenté
ser optimista y no darle demasiada importancia. Mejor no ahondar mucho
ni recordarle que iba a tener que renunciar a algo que le encantaba durante
los próximos meses—. Sé que a mí me encantará tenerte más en casa y
seguro que necesitarás mucho descanso. A lo mejor de esta forma puedes
empezar un proyecto o algo en lo que hayas querido trabajar pero no hayas
tenido tiempo antes.
—Sí —contestó evasiva. Me pareció ver los engranajes de su bonita
cabeza dándole vueltas a las ideas. Era difícil saber cuáles eran, porque si
Paula no estaba de humor para compartirlas conmigo, entonces era
evidente que yo no lo sabría—. Ya se me ocurrirá algo.
—Por supuesto que sí. —La estrujé y la acerqué un poco más a mí.
Odiaba tener que dejarla y volver a la oficina. Quería pasar horas en la
cama enredados el uno en el otro. En realidad eso era lo único que quería.
Me detuve en la acera y la giré hacia mí.
—Pero, por favor, no te preocupes demasiado por eso. Yo os voy a
cuidar a los dos. —Puse las manos en su vientre—. Tú y el moco… so…,
eh, o sea…, guisante, ahora son mi principal prioridad.
Ella sonrió y a continuación le empezó a temblar el labio inferior y sus
preciosos ojos, que se veían muy marrones verdoso bajo el cielo de verano,
se humedecieron. Paula puso una mano sobre las mías. Observé cómo le
caía por la hermosa mejilla una lágrima solitaria.
Esbocé una sonrisa. Me encantaba tenerla de esa manera. Que necesitara
que cuidara de ella y saber que me dejaría hacerlo. En realidad no exigía
mucho. Solo su amor y que aceptara el mío y mis cuidados.
Ella puso los ojos en blanco avergonzada.
—Mírame. ¡Ahora mismo soy una trastornada emocional!
—Te estoy mirando y se te ha olvidado algo, nena: eres una preciosa
trastornada emocional. —Le sequé la lágrima con el pulgar y lo lamí—.
Quiero decir, si vas a darlo todo y a ser una trastornada, también podrías
estar preciosa mientras lo haces. —La hice reír un poco—. Ahora, ¿te
apetece un sándwich para almorzar? —Miré el reloj—. Ojalá tuviese más
tiempo para algo un poco mejor que comida para llevar.
—No, está bien. Yo también tengo que irme. —Suspiró y luego me
sonrió—. Tengo que explicarlo todo en el trabajo, por lo que parece. —Me
cogió la mano y la entrelazó con la suya mientras caminábamos.
Resultó que estábamos justo enfrente de la tienda de peces de agua
salada cuando salimos del delicatessen con nuestros sándwiches y nos
sentamos en un banco a comer. Se lo señalé a ella y le pregunté si le
importaba parar un segundo en cuanto terminásemos de comer porque
quería encargar la revisión de los seis meses de mi pecera.
Paula volvió a mirar la tienda y sonrió.
—Fountaine’s Aquarium. —Su sonrisa se hizo más amplia mientras
daba otro bocado a su sándwich de pavo.
—¿Qué? ¿Qué es lo que te hace sonreír como el Gato de Cheshire?
No respondió a mi pregunta, sino que me hizo una ella a mí.
—Pedro, ¿cuándo compraste a Simba?
—Hace seis meses, te lo acabo de decir.
—No, ¿qué día te lo llevaste?
Lo pensé un momento.
—Bueno, ahora que lo preguntas, creo que de hecho era Nochebuena. —
La miré y ladeé la cabeza de manera inquisitiva.
—¡Eras tú! ¡Eras tú! —Se le iluminó la cara—. Yo estaba buscando un
regalo para mi tía Maria y hacía un frío helador. Todavía tenía que andar
bastante, así que me metí ahí para refugiarme del frío unos minutos y
dentro se estaba muy bien. Oscuro y calentito. Miré todos los peces. Vi a
Simba. —Se rio para sí misma y negó con la cabeza con incredulidad—.
Incluso le hablé. El dependiente me dijo que estaba vendido y que el dueño
iba a venir a recogerlo.
De repente caí en la cuenta.
—Estaba nevando —dije asombrado.
Ella asintió con la cabeza lentamente.
—Yo fui a la puerta para salir y enfrentarme al frío otra vez y tú
entraste. Olías muy bien, pero no te miré porque no podía apartar la vista
de la nieve. Había empezado a nevar mientras yo estaba dentro de la tienda
entrando en calor…
—Y tú estabas estupefacta cuando miraste por la puerta y viste la nieve.
Me acuerdo… —interrumpí su historia—. Ibas de morado. Llevabas un
sombrero morado.
Ella solo asintió con la cabeza, preciosa, y tal vez un poco petulante.
Juro que Paula podría haberme tirado contra los adoquines con el
meñique si hubiera querido, así me quedé de pasmado con lo que me dijo.
Vaya con los designios del destino.
—Te vi salir a la nieve y mirarte en el reflejo de la ventanilla de mi
Range Rover antes de marcharte.
—Lo hice. —Se puso la mano en la boca—. No puedo creer que fueras
tú… y Simba, y que incluso hablaramos, dos extraños el día de
Nochebuena.
—Apenas puedo creer que estemos teniendo esta conversación —repetí;
el asombro todavía era evidente en mi voz.
—Y estaba tan, tan bonito cuando salí… —Me miró radiante mientras lo
recordaba—. Nunca olvidaré esa imagen.
—Así que olía bien, ¿eh?
—Muy bien. —Agitó ligeramente la cabeza—. Recuerdo que pensé que
la chica que pudiera olerte todo el tiempo tendría mucha suerte.
—Dios, me perdí que me olieras durante meses. No sé si me alegro de
saber esto o no —bromeé, pero en realidad lo decía bastante en serio.
Habría estado bien conocernos antes de todo este lío. A lo mejor ya
estaríamos casados…
—Oh, cariño, eso es muy bonito —me dijo mientras negaba con la
cabeza como si estuviera loco pero me quisiera de todas formas.
—Me encanta cuando me llamas «cariño».
—Lo sé, y por eso lo digo —susurró bajito de esa forma suya tan dulce.
La que hacía que me volviese loco por poseerla y tenerla tendida y desnuda
debajo de mí para poder tomarme mi tiempo y abrirme paso dentro de ella,
haciéndola correrse y correrse un poco más, gritando mi nombre…
—¿En qué estás pensando, cariño? —preguntó, e interrumpió mis
desvaríos eróticos, justo como debería haber hecho.
Le dije la pura verdad, en un susurro, por supuesto, para que nadie más
pudiera oírme.
—Estoy pensando en cuántas veces puedo hacer que te corras cuando
llegue a casa esta noche del trabajo, te tenga desnuda y esté encima de ti.
Paula no respondió con palabras a mi pequeño discurso. En vez de eso,
su respiración se entrecortó y tragó fuerte, haciendo que el hueco de su
garganta se moviera lentamente mientras el rubor empezaba a invadirle la
cara. Se me hizo la boca agua…
La suave brisa hacía que los mechones de su bonito pelo castaño
bailaran por su cara de vez en cuando, por lo que tenía que apartarlos cada
cierto tiempo. Paula tenía algo especial, una alegría de vivir muy
característica. Cuando la tenía a mi alcance de esta forma, era difícil mirar
hacia otro lado. Sabía que también era difícil para otros. No me gustaba
que la gente se fijara en ella y la mirara. Eso me daba miedo, y sabía por
qué. El hecho de despertar interés la hacía vulnerable y la convertía en
objetivo fácil, y eso era algo totalmente inaceptable para mí.

CAPITULO 121




Por los informes que ha mandado el doctor Greymont, estoy de acuerdo
con sus conclusiones de que está de unas siete semanas, señorita Chaves.
—El médico ya tenía una edad y a mí me habían enseñado a respetar a mis
mayores, pero no me gustaba nada dónde tenía las manos ahora mismo. El
doctor Carlos Burnsley le había metido una sonda de ecografía envuelta
en un preservativo por la vagina y buscaba con determinación el latido del
corazón de nuestro bebé.
Menos mal que estaba concentrado en el monitor y no en su sexo.
Resultaba bastante incómodo, pero, joder, era parte del proceso, así que
más me valía acostumbrarme. Aunque no tengo ni idea de cómo alguien
podía hacer ese trabajo. ¿Todo el día mujeres embarazadas con sus partes
íntimas expuestas? Dios santo, el hombre debía de tener mucho aguante.
Angel nos lo había recomendado, así que ahí estábamos, en nuestra primera
consulta. Pedro Alfonso y Paula Chaves, futuros padres del bebé
Alfonso, que nacerá a principios del año que viene.
—Entonces ¿debió de ser sobre mediados de mayo? —Paula levantó la
mirada hacia mí. Le guiñé el ojo y le tiré un beso. Sabía lo que estaba
pensando. Estaba calculando que la había dejado embarazada casi de
inmediato. Además tendría razón. El cavernícola que llevaba dentro estaba
bastante orgulloso de sí mismo e hice el metafórico gesto de Tarzán
golpeándome el pecho. Menos mal que fui lo bastante inteligente como
para mantener la boca cerrada.
—Eso parece, querida. Ah, ahí está. Escondido, como les gusta hacer
cuando son tan pequeños. Justo ahí. —El doctor Burnsley dirigió la
atención hacia una pequeña mancha blanca en mitad de una mancha negra
más grande en la pantalla que latía a toda prisa, mientras flotaba en su
mundo acuoso y daba a conocer su existencia.
Paula soltó un pequeño jadeo y yo le apreté la mano. Los dos nos
quedamos paralizados por lo que significaba lo que estábamos viendo. Lo
que te dice un test de embarazo se convierte en algo muy diferente cuando
puedes verlo con tus propios ojos e incluso oírlo con tus propios oídos.
Estoy mirando a otra persona. Que hemos hecho juntos. Voy a ser padre.
Paula será madre.
—Tan pequeñito —dijo ella en voz baja.
No podía imaginarme cómo estaba asimilando Paula todo esto, porque
yo me sentía más que abrumado. No sé por qué, pero de repente me di
cuenta de que esto era real y de que íbamos a ser padres nos gustara o no.
Las palabras exactas de Luciana.
—Aproximadamente del tamaño de un guisante y todo indica que muy
fuerte. Tiene un latido robusto y los niveles están correctos. —Pulsó un
botón, imprimió una hoja con imágenes y sacó la sonda—. Por lo que
parece, sale de cuentas a principios de febrero. Puede vestirse y luego les
espero en mi despacho. Tenemos que hablar un poco más.
El doctor le dio las imágenes a Paula y se marchó.
—¿Cómo estás, cariño?
—Intentando asimilarlo todo —dijo ella—. Es diferente verlo de
verdad… o verla … —Se sentó en la camilla y miró las imágenes,
estudiándolas—. Aún no puedo creerlo. Paula, ¿por qué estás tan
tranquilo?
—En realidad no lo estoy —respondí con sinceridad—. Joder, me
tiemblan las piernas. Quiero un cigarro y un trago y estoy seguro de que
serás brillante en todo y yo seré un idiota y un completo inútil.
—Guau. Eso es muy diferente a lo que decías el fin de semana. —Me
sonrió. Ya habíamos pasado por esto con Angel. Sabía que no estaba
enfadada. Lo habíamos hablado y los dos habíamos perdido los papeles en
distintos momentos y lo habíamos superado. Esta era solo la primera visita
oficial al médico y habría muchas más. Los dos habíamos aceptado que el
sol seguía saliendo y la tierra seguía girando, así que lo mejor sería seguir
adelante.
Me acerqué y eché un vistazo a las imágenes.
—Así que del tamaño de un guisante, ¿eh? Es asombroso que ese
mocoso pueda ponerte tan enferma.
Me dio un golpecito en el brazo.
—¿Acabas de llamar mocoso a nuestro bebé? ¡Por favor, dime que no te
he oído decir eso! —se burló.
—¿Ves? Ya lo estoy haciendo. Un idiota y un completo inútil que insulta
a nuestro bebé tamaño guisante. —Me clavé el pulgar en el pecho.
Ella se rio y se inclinó hacia mí. La rodeé con los brazos y le levanté la
barbilla, muy contento de ver un brillo en sus ojos. Si podía hacerla reír,
sabía que lo estaba llevando bien. Paula no sería capaz de fingir sus
sentimientos conmigo. Si estuviera triste o pasándolo realmente mal con
esto, yo lo sabría seguro. Joder, los dos estábamos aterrorizados, pero sabía
sin ninguna duda que a ella se le daría muy, muy bien la maternidad. No
había ni un asomo de inseguridad en mi mente de que no fuera a ser así.
Sería una madre perfecta.
—Te quiero, madre de nuestro bebé tamaño guisante. —La besé y le
acaricié la mejilla con el pulgar, mientras pensaba que estaba radiante.
—Gracias por ser como eres conmigo. Si fueras diferente…, no creo que
pudiera quererte como te quiero, ¿sabes? —susurró lo último.
Yo también susurré y asentí con la cabeza.
—Sí que lo sé.
Ella bajó de un salto y se puso la ropa interior de encaje y luego los
pantalones marrón claro y los zapatos.
—Veré lo que puedo hacer para que te lleves mejor con el guisante. —
Hizo un gesto señalándose el vientre—. Tengo contactos.
Ahora me hizo reír ella a mí.
—Está bien, desvergonzada, vamos a hablar con el doctor Sonda-Plátano
para ver si podemos irnos de aquí.
—Qué gracioso. ¿Te he dicho alguna vez lo sexi que suenan los
británicos cuando dicen«plátano?».
—Lo acabas de hacer. —Le agarré el trasero y la volví a besar—. Te
daré mi plátano si quieres.
Abrió la boca sorprendida y me dejó sin habla. Mi chica alargó la mano
y la llevó a mi paquete. Me dio un buen tirón y apretó sus bonitas tetas
contra mi pecho.
—Tu plátano necesita espabilarse un poco si quieres hacer algo bueno
con él.
—Dios, mi hermana tenía razón. Las hormonas hacen que las mujeres
embarazadas se mueran por un pene. Tanto sexo podría matarme.
Ella se encogió de hombros y se dio la vuelta para salir de la sala de
reconocimiento.
—Sí, pero sería una forma divertida de morir, ¿no?
La agarré de la mano y la seguí, dándole gracias a los dioses por las
hormonas del embarazo y sonriendo, no me cabe duda, como un bobo.
—Todo parece estar muy bien. Quiero que empiece a tomar vitaminas
prenatales y apruebo los antieméticos que le recetó el doctor Greymont, así
que continúe tomándolos mientras los necesite. ¿Ha dejado de tomar la
otra medicación? —preguntó el doctor Burnsley de esa forma suya tan
eficiente.
—Sí —contestó Paula—. El doctor Greymont dijo que lo más probable
haya sido que mis antidepresivos reaccionaran con mis píldoras
anticonceptivas y así es como…
—Pueden ser reactivas, sí. Por eso las instrucciones recomiendan doble
precaución. Me sorprende que el farmacéutico no le recomendara otra
medicación.
—No recuerdo si lo hizo, pero no es bueno tomarlas estando
embarazada, ¿verdad?
—Correcto. Ni alcohol ni tabaco ni medicamentos aparte de las
vitaminas y los antieméticos que la ayudarán a sobrellevar el próximo mes.
Después verá que su apetito aumentará y tendrá menos problemas con las
náuseas, así que no los necesitará. Pero de verdad quiero que consuma más
calorías. Está muy delgada. Intente ganar algo de peso si puede.
—Está bien. ¿Y el ejercicio? Me gusta correr unos cuantos kilómetros
por las mañanas.
Buena pregunta. Estaba impresionado por sus inteligentes y razonadas
preguntas mientras continuaba repasándolo todo con el médico y
simplemente me quedé allí sentado escuchando e intentando no parecer
demasiado estúpido. Tampoco se me escapó la parte del tabaco. Escuché
ese mensaje alto y claro. Tenía que dejarlo. Era imperativo que dejara el
maldito tabaco. No podía fumar cerca de Paula o el bebé por el bien de su
salud. Si no lo hago, ¿en qué lugar me dejaría eso? Sabía que era algo que
tenía que pasar, pero no sabía cómo me las arreglaría.
—Ahora mismo puede continuar con todas sus actividades normales,
incluidas las relaciones sexuales.
La larga pausa del médico en este punto me hizo pensar en mi hormonal
novia y en todas las formas en que podía ayudarla. Ella, por otra parte,
estaba preciosa ruborizándose y me excitó; garantizando que el resto de mi
jornada laboral en la oficina pasaría demasiado lento mientras me
torturaba con montones de pensamientos eróticos sobre lo que me
esperaría al llegar a casa. Soy un cretino con suerte.
—Y el ejercicio con moderación siempre es saludable.
Oh, le daré mucho ejercicio, doctor.
El doctor Burnsley echó otra ojeada a su gráfica.
—Pero aquí veo que trabaja en una galería restaurando cuadros. ¿Está
expuesta a disolventes y sustancias químicas de esa naturaleza?
—Sí. —Paula asintió con la cabeza y luego me miró—.
Constantemente.
—Ah, bien, eso es un problema. Es dañino para el desarrollo del feto que
inhale vapores que contengan plomo, y como trabaja con piezas muy
antiguas, eso es justo con lo que estará en contacto. Las pinturas
domésticas modernas no son un problema, son los compuestos químicos
más antiguos los que son preocupantes. Tendrá que dejarlo de inmediato.
¿Puede solicitar que le asignen otro tipo de trabajo durante su embarazo?
—No lo sé. —Ahora parecía preocupada—. Es mi trabajo. ¿Cómo les
digo que no puedo tocar disolventes durante los próximos ocho meses?
El doctor Burnsley levantó la barbilla y ofreció una agradable expresión
que no nos engañó ni por un momento.
—¿Quiere un bebé sano, señorita Chaves?
—Por supuesto que sí. Es que no me esperaba… —Se agarró a los
brazos de la silla y respiró hondo—. Encontraré la forma de solucionarlo.
Es decir, seguro que no soy la primera restauradora que se queda
embarazada. —Hizo un gesto con la mano y luego se la pasó por el pelo—.
Hablaré con mi tutor de la universidad a ver qué pueden hacer.
Paula le dedicó una falsa sonrisa que me informó de que no estaba
contenta con ese pequeño contratiempo, pero no iba a discutirle sus
consejos médicos. Mi chica era sensata con las cosas que importaban.
Sabía lo importante que era su trabajo para ella. Le encantaba. Era
brillante en lo que hacía. Pero si había peligro con los químicos, entonces
el trabajo tendría que esperar por el momento. El dinero nunca había sido
un problema entre nosotros. En realidad nunca habíamos hablado de ello. A
todos los efectos ya se había mudado a mi piso y no había duda de hacia
dónde nos dirigíamos en el futuro. Sería mi esposa, y lo que era mío sería
suyo. Íbamos a tener un hijo. Nuestro camino estaba claro, pero los
aspectos prácticos aún no los habíamos resuelto. Yo sabía lo que quería,
pero ahora mismo era un momento tan infernal que literalmente no tenía ni
un minuto para profundizar en la logística. No hasta que pasaran las
Olimpiadas, por lo menos.
Después de que la bomba del fin de semana del embarazo nos cayera
encima, volvimos corriendo a Londres y de vuelta al trabajo. Ni siquiera se
lo habíamos dicho aún a nuestros padres, y le había pedido a mi hermana y
Angel que nos guardaran el secreto, bajo pena de muerte si divulgaban la
noticia antes que nosotros.
Estábamos intentando asimilarlo todo y a mí además se me acumulaban
las obligaciones de mi empresa, ya que estábamos a tan solo veintiún días
para los Juegos. Ahora mismo no teníamos tiempo para organizar nada.
Deseaba un cigarro. O tres.

CAPITULO 120



Cuando abrí la puerta del baño para salir, con la prueba de embarazo en
la mano, Pedro aún estaba donde le había dejado cuando la cerré en su
sonriente cara. Dios, cómo le quería por intentar bromear y hacer que esta
estresante situación fuera un poco más llevadera. Por lo que veía, diría que
estaba llevando la posibilidad de ser padre muy bien.
De hecho, casi parecía desear que estuviese embarazada. Me preguntaba
por qué, y definitivamente podía decir que en esto él y yo no teníamos la
misma mentalidad en absoluto. Para nada. Pedro era mucho mayor. Ocho
años mayor. Años que marcaban una gran diferencia cuando nos
enfrentábamos a las inminentes posibilidades del matrimonio y una
familia. La vida estaba pasando demasiado rápido y me aterrorizaba. Lo
único que me impedía volverme loca era su actitud ante la situación de que
podíamos hacer esto.
Aún no sabía realmente cómo era posible que me hubiese quedado
embarazada. Tenía unas cuantas preguntas para mi médico, eso estaba
claro. Como, por ejemplo, ¿cómo narices pueden fallar las píldoras
anticonceptivas cuando nunca se me ha olvidado ninguna y llevaba años
tomándomelas religiosamente?
Me rodeó con el brazo y me acompañó con el aparato del suero de vuelta
a la cama.
—¿Has estado aquí esperando? —Le eché una mirada furtiva.
—Por supuesto que sí —dijo Pedro, y me cogió la barbilla y la mantuvo
elevada para que mis labios se encontraran con los suyos en un beso lento,
deliberado y muy apasionado. Lo necesitaba. Siempre parecía saber cuándo
precisaba afecto y consuelo y era muy generoso repartiéndolo.
Le puse el test de embarazo en la mano y observé cómo se le abrían los
ojos.
—Quiero que lo mires tú primero. Lo miras y luego me lo dices. Tarda
unos minutos en dar el resultado. —Mi voz sonaba trémula, así era como
me sentía.
Él me sonrió.
—Vale. Puedo hacerlo. Pero primero mi chica tiene que volver a la
cama.
Me besó en la frente y luego dejó el test en la mesilla de noche y ahí se
quedó. Me metió en la cama, se volvió a quitar los vaqueros y trepó junto a
mí. Me acercó a él y nos acomodó igual que estábamos antes. Apoyé la
cabeza en su pecho y puse una mano sobre sus duros músculos. Tenía
mucho que decir, pero apenas sabía por dónde empezar. Mejor hacerlo por
la parte más importante de mi discurso.
—¿Pedro?
—¿Sí?
—Te quiero mucho.
En el instante en que susurré esas palabras todo su cuerpo se relajó. Noté
cómo su dureza se ablandaba y supe que había estado esperando que
hiciera esa declaración, probablemente desde hacía bastante tiempo, a lo
largo de las muchas horas de este día-barra-pesadilla. Sabía que no podía
decir esas palabras tan a menudo y con la facilidad de Pedro y, aunque
trataba de demostrárselo, me di cuenta de que se lo ocultaba un poco, y no
estaba bien hacerle eso. Me esforzaría por él.
—Yo también te quie…
Lo hice callar con los dedos sobre sus labios y levanté la cabeza.
—Sé que me quieres. Me lo dices todo el tiempo. Se te da mejor que a
mí expresar tus sentimientos y quiero que sepas que me doy cuenta. Lo veo
en cómo me cuidas y en cómo me tocas y en cómo me lo demuestras
estando ahí cuando te necesito. —Respiré hondo.
—Paula…, es la única forma…
—Por favor, déjame terminar. —Volví a poner los dedos en sus labios
—. Necesito decir esto antes de que miremos el test de embarazo y me
derrumbe por completo, porque estoy segura de que lo haré sea cual sea el
resultado.
Sus ojos azules decían infinidad de cosas, aunque su boca se mantuviera
cerrada. Me besó los dedos, que aún cubrían sus labios, y esperó a que
continuara.
Volví a respirar hondo.
—Es la última vez que salgo huyendo de ti. No volveré a hacerte daño
con un «Waterloo». Ha sido horrible marcharme así y estoy muy
avergonzada por haber sido tan débil y egoísta. He actuado como una
niña y ni siquiera puedo imaginar lo que tu familia piensa de mí ahora
mismo. Deben de estar rezando para que no esté embarazada, y solo se
trata de una gripe horrible, porque estoy segura de que me ven como una
loca americana que está intentando echarte el anzuelo…
—No. No, no, no, no, no piensan eso —interrumpió él mientras sus
labios encontraban los míos y silenciaban mi discurso para siempre. Me
hizo rodar debajo de él, con mucho cuidado con mi muñeca izquierda, y me
estiró el brazo hacia arriba para que no me lo golpeara. Muy propio de
Pedro. Hacerse cargo de mí de la única forma que sabía… y de la forma en
que lo necesitaba. ¿Cómo lo sabía siempre?
Me besó concienzudamente, me inmovilizó debajo de él y se adentró
hondo con la lengua, haciendo un movimiento circular una y otra vez
alrededor de la mía. Se apoderó de mí la misma maravillosa sensación de
ser invadida que tenía cada vez que estábamos juntos. Su necesidad de
estar dentro de mí sumada a mi necesidad de tenerlo allí.
Levantó la cabeza y me mantuvo debajo de él, apoyando su cuerpo con
una mano y sosteniéndome la barbilla con la otra. Ahora tenía la cara seria.
—Sé la verdad, Pedro. He estado contigo desde el primer día,
¿recuerdas? Sé lo mucho que tuve que esforzarme para conseguirte. —
Agachó la cabeza y arrastró su barba incipiente por mi cuello para
lamerme debajo de la oreja—. Te deseaba entonces, te deseo ahora y te
desearé siempre —susurró entre mordisquitos por el cuello y la garganta,
mientras volvía a mi boca para devorarme otra vez.
Florecí bajo sus íntimas caricias y encontré la forma de llegar a donde
necesitaba estar.
Él retrocedió y sus hermosas y duras facciones reflejaron las sombras de
la única lámpara de la habitación. Y allí mismo, a altas horas de la noche,
sumidos en una situación que tenía el poder de cambiar nuestras vidas para
siempre, mi Pedro pronunció las palabras más perfectas que existen.
—Ojalá pudiera hacerte el amor ahora mismo. Ahora. Antes de que
sepamos lo que dice…, porque no cambiará nada de lo que siento aquí…
por ti. —Me cogió la mano derecha y se la puso en el corazón.
—Sí, por favor —alcancé a decir antes de caer en un lugar tan profundo
de mi amor por él que me dejaba expuesta. Lo que teníamos él y yo era
verdaderamente irreversible.
Se levantó y se sentó sobre sus rodillas. Sus penetrantes ojos azules me
pedían permiso, porque así es como él era siempre conmigo. Pedro sabía lo
que quería y lo tomaría de mí, pero necesitaba saber si yo estaba dispuesta.
Lo estaba. No hubo intercambio de palabras porque no eran necesarias.
Realmente no.
Levanté el otro brazo despacio para igualarlo con el izquierdo y arqueé
la espalda para ofrecerme a él como sé que le encanta. Me entregué a su
cuidado y sabía que nos llevaría a un lugar donde podríamos estar así
juntos de la forma que entendíamos tan bien.
Se quitó la camiseta y la tiró. Mis ojos se empaparon de sus esculturales
abdominales y las sólidas curvas de sus deltoides y bíceps. Podría mirarle
durante horas y nunca me cansaría.
Tiró de mi camiseta hacia arriba, me la pasó por encima de la cabeza y
la dejó apelotonada alrededor de mi brazo izquierdo. Tendría que quedarse
ahí, porque yo seguía conectada a la vía. Bajó las manos, planeando sobre
mi piel, sin tocarla mientras me miraba de arriba abajo. Me recordaba a un
pianista justo antes de empezar a tocar una pieza. Era precioso de ver.
Se inclinó sobre mí, empezando por el hueco de la garganta y siguiendo
a continuación hacia abajo tan lejos como pudo. Arrastró su lengua
despacio sobre mi esternón, por mi estómago y hasta mi ombligo, donde
prestó especial atención a la hendidura. No se acercó a mis pechos y esa
obvia evasión me hizo vibrar por él, mi cuerpo totalmente encendido
anhelando sus caricias.
Levantó la vista de mi ombligo justo antes de alcanzar la cinturilla de
mis mallas. Descendió con la lengua mientras sus manos me bajaban las
mallas, trazando una línea recta, para lamerme el sexo. Su lengua empujó
entre los pliegues y encontró mi clítoris excitado y deseoso de él. Me
doblegué fuera de la cama y gemí mientras me devoraba con sus labios y
su lengua hasta el borde del orgasmo.
—Todavía no, preciosa —dijo con voz ronca contra mi sexo,
aminorando los golpes de su lengua para mantenerme al borde del clímax
sin llegar a alcanzarlo. Apoyó la palma de la mano sobre mi estómago y
con la otra se las arregló para quitarme del todo las mallas con un poco de
ayuda de mis caderas elevadas.
Me separó una pierna, la levantó con una mano a la vez que emitía un
sonido de puro deseo carnal y miró cómo me abría para él, con la otra
mano aún colocada sobre mi vientre. Pedro me tenía totalmente expuesta y
desnuda, inmovilizada bajo sus manos, cuando descendió otra vez y hundió
la lengua dentro de mí y me penetró tan hondo como pudo. Hizo magia con
esa lengua suya y me sentí caer al vacío a medida que mi cuerpo rozaba el
orgasmo. Podría haber muerto si no me lo hubiese dado.
—Dímelo ahora —ordenó con una brusca respiración junto a mi sexo.
De nuevo lo entendí. Sabía exactamente lo que quería escuchar.
—¡Te quiero, Pedro! Te quiero. Te quiero mucho… —declaré entre
sollozos, apenas capaz de formar palabras perceptibles.
Pero me escuchó.
Pedro envolvió su perfecta lengua alrededor de mi perla y lamió fuerte.
Exploté como una bomba nuclear, despacio al principio y luego una pausa
de ebullición antes del estallido incendiario que me hizo pedazos. Pedazos
de mí que solo un hombre podía recoger y ensamblar de nuevo. Solo Pedro
podía hacerlo. Esta verdad la entendía incondicionalmente. El único que
tenía el poder de desarmarme era el mismo que poseía el poder de volver a
recomponerme.
Los ojos azules de Pedro planeaban sobre mí cuando abrí los míos.
Había vuelto a ascender por mi cuerpo, su mano donde acababa de estar su
boca: sus largos dedos se deslizaban lentamente dentro de mí mientras el
pulgar presionaba el núcleo de emociones y desencadenaba una ardiente
sensación de placer.
Seguí flotando, aún respirando con dificultad, mirando y aceptando su
beso y sus íntimas caricias. El sabor a mí en sus labios siempre me hacía
sentir querida. Como si quisiera compartir su experiencia conmigo. Sacó
los dedos de donde habían estado clavados, los sumergió, curvados, en mi
boca y los deslizó por la lengua. Era intimidad añadida a más intimidad.
Pedro me susurró cosas eróticas sobre el aspecto que tenía, sobre mi olor,
mi sabor y sobre lo que me iba a hacer a continuación.
Pero yo estaba impaciente por recibir más, especialmente porque sentía
su sexo duro y enorme contra mi pierna y me había dado cuenta de que se
había quitado los calzoncillos en algún momento. Intenté acercarme
girando las caderas contra su rígido miembro. Él se rio entre dientes y
susurró algo sobre que se tomaría su tiempo para dármelo.
Volví a pensar que para entonces podría estar muerta.
—Mi Pedro… —Intenté tocarlo con la mano, pero él me arrastró el
brazo de vuelta por encima de mi cabeza y me echó una mirada que no
necesitó traducción. Giré la cabeza de un lado a otro, necesitaba más y
estaba desesperada.
—Dime lo que quieres —canturreó contra mi cuello.
Me arqueé otra vez, tratando de unirnos, pero Pedro controlaba la
velocidad.
—Quiero…, quiero sentirte dentro de mí —le supliqué.
—Mmmm…, lo tendrás, nena —cantó con voz ronca—. Ahora lo
tendrás. Voy a darte mi polla muy…, muy… despacio. Tan despacio y
profundamente que sentirás cada molécula mía… dentro de ti.
Me moriría.
Noté que cambiaba de posición entre mis piernas y me abría más, su
dura envergadura ya balanceándose lentamente contra mi piel empapada,
pero aún sin penetrarme. Sabía lo que estaba haciendo. Estaba saboreando,
prolongando la expectación, regalándome cada pequeña sensación de tacto
y placer, tan despacio, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo.
Tenía a un dulce y muy paciente Pedro amándome esta noche.
Se apoyó con las manos y fue contoneando las caderas poco a poco con
un movimiento lento y controlado mientras la punta de su pene me
embestía con golpes minúsculos y besaba mi acalorado sexo una y otra y
otra vez. Su cuerpo palpitaba sobre mí y nos miramos a los ojos
enardecidos cuando agachó la cabeza para juntar su frente con la mía. Solo
una vez que establecimos esa conexión empujó con fuerza dentro de mí
hasta el final y sucumbió a la consumación del acto, enterrándose todo lo
que pudo mientras el jadeo más erótico salía de su garganta.
Grité por la gloria del momento.
Pedro encontró de nuevo mis labios y hundió la lengua al ritmo de las
elegantes embestidas de su sexo, tomándose su tiempo para llevarme con
él. Sabía que aguantaría hasta que me volviera a correr o estuviese a punto.
Su ritmo se incrementó de forma constante y contraje los músculos
internos todo lo que pude a su alrededor, intentando abarcar cada pedazo de
él. Supe que estaba funcionando cuando se tensó aún más y empezó a
respirar con brusquedad con cada empujón. Los sonidos que emitía me
parecían preciosos y se me metían en la cabeza junto con los apasionantes
latidos de mi sexo propulsándome hacia otro clímax.
Cuando me cubrió un pezón con la boca y tiró del otro con un suave
pellizco de repente sentí que me estrellaba incontrolablemente como hace
un maremoto, llevándoselo todo a su paso. Pedro me miró fijamente
mientras estallaba con un rugido estremecedor y me llenaba de calientes
ráfagas con unas últimas acometidas furiosas y rápidas antes de aminorar
la velocidad a suaves rotaciones que sonsacaron las últimas gotas de placer
entre nosotros hasta caer en una calma total.
Ahora estaba llena de él y no quería que esa sensación desapareciera.
Deseaba quedarme así para siempre. En ese momento me parecía que para
siempre era una maravillosa posibilidad.
Pero él rodó hasta quedarse boca arriba y me llevó con él hasta que
estuve encima, mi muñeca izquierda completamente intacta después de
todo lo que habíamos conseguido. Ahora me permitió usar las manos para
tocarlo. Se las puse en el pecho y las extendí, sintiendo los fuertes latidos
de su corazón contra mis palmas.
Él me cogió la cara y me besó durante un rato, mientras me susurraba
que era suya, lo mucho que me quería independientemente de lo que
sucediera en nuestras vidas y que nunca dejaría de quererme. Me pasó la
mano por la espalda, siguiendo la columna vertebral arriba y abajo.
Después conmigo aún en sus brazos, murmuró con un suave roce de sus
labios con los míos:
—No te duermas todavía.
—No lo haré.
—¿Estás preparada?
Asentí con la cabeza y susurré:
—Sí.
—Y nada nos va a cambiar.
—Nada cambiará que nos queremos —aclaré.
—Desde la primera vez que te escuché hablar supe que además de
belleza tenías cerebro —dijo guiñándome el ojo.
Alcanzó la prueba de embarazo, que descansaba en la mesita, y la puso a
la luz.
Se me aceleró el corazón, y no era por los preciosos orgasmos.
—Sale un signo menos para negativo y un signo más para positivo —
solté.
Pedro me miró levantando una ceja.
—Gracias por la aclaración. Creo que esa parte me la podría haber
imaginado, nena.
Dirigió la vista hacia el test de embarazo con los ojos entornados.
Apoyé la mejilla en su pecho y traté de respirar.
Miró el test y luego sus manos empezaron a moverse lentamente arriba y
abajo por la curva de mi columna como antes.
Me pareció que habían pasado siglos, pero él se mantuvo en silencio
mientras me acariciaba la espalda distraídamente con la mano, aún
conectados, su sexo todavía enterrado dentro de mi cuerpo incluso en su
estado medio duro, hasta que no pude soportar otro segundo de espera.
—¿Qué dice? —susurré.
—Tienes que mirarme.
La falta de confianza en mí misma que había conocido durante años, con
la que tenía una relación estrecha y personal, volvió sigilosamente para
sembrar el caos en todas las buenas sensaciones que acabábamos de
disfrutar juntos. Ese miedo casi me paralizó, pero Pedro no lo permitiría.
Continuó acariciándome, e incluso me dio algún empujoncito para
liberarme del miedo que me inmovilizaba.
—Olvídate de todo lo demás y mírame, Paula.
Tomé un trago de valentía y levanté la vista.
Desde el primer momento que conocí a Pedro, sus sentimientos siempre
fueron evidentes, desde las expresiones de su cara al tono de su voz y su
lenguaje corporal. Resultaba fácil saber si estaba satisfecho, molesto,
relajado, excitado o incluso contento. La expresión de Pedro contento no
era muy frecuente, pero la había visto lo suficiente como para reconocerla.
Cuando miré a la cara que me estaba mostrando ahora, estuve segura de
una cosa.
Mi Pedro estaba contento, realmente contento por el hecho de que iba a
ser padre.