lunes, 17 de marzo de 2014

CAPITULO 121




Por los informes que ha mandado el doctor Greymont, estoy de acuerdo
con sus conclusiones de que está de unas siete semanas, señorita Chaves.
—El médico ya tenía una edad y a mí me habían enseñado a respetar a mis
mayores, pero no me gustaba nada dónde tenía las manos ahora mismo. El
doctor Carlos Burnsley le había metido una sonda de ecografía envuelta
en un preservativo por la vagina y buscaba con determinación el latido del
corazón de nuestro bebé.
Menos mal que estaba concentrado en el monitor y no en su sexo.
Resultaba bastante incómodo, pero, joder, era parte del proceso, así que
más me valía acostumbrarme. Aunque no tengo ni idea de cómo alguien
podía hacer ese trabajo. ¿Todo el día mujeres embarazadas con sus partes
íntimas expuestas? Dios santo, el hombre debía de tener mucho aguante.
Angel nos lo había recomendado, así que ahí estábamos, en nuestra primera
consulta. Pedro Alfonso y Paula Chaves, futuros padres del bebé
Alfonso, que nacerá a principios del año que viene.
—Entonces ¿debió de ser sobre mediados de mayo? —Paula levantó la
mirada hacia mí. Le guiñé el ojo y le tiré un beso. Sabía lo que estaba
pensando. Estaba calculando que la había dejado embarazada casi de
inmediato. Además tendría razón. El cavernícola que llevaba dentro estaba
bastante orgulloso de sí mismo e hice el metafórico gesto de Tarzán
golpeándome el pecho. Menos mal que fui lo bastante inteligente como
para mantener la boca cerrada.
—Eso parece, querida. Ah, ahí está. Escondido, como les gusta hacer
cuando son tan pequeños. Justo ahí. —El doctor Burnsley dirigió la
atención hacia una pequeña mancha blanca en mitad de una mancha negra
más grande en la pantalla que latía a toda prisa, mientras flotaba en su
mundo acuoso y daba a conocer su existencia.
Paula soltó un pequeño jadeo y yo le apreté la mano. Los dos nos
quedamos paralizados por lo que significaba lo que estábamos viendo. Lo
que te dice un test de embarazo se convierte en algo muy diferente cuando
puedes verlo con tus propios ojos e incluso oírlo con tus propios oídos.
Estoy mirando a otra persona. Que hemos hecho juntos. Voy a ser padre.
Paula será madre.
—Tan pequeñito —dijo ella en voz baja.
No podía imaginarme cómo estaba asimilando Paula todo esto, porque
yo me sentía más que abrumado. No sé por qué, pero de repente me di
cuenta de que esto era real y de que íbamos a ser padres nos gustara o no.
Las palabras exactas de Luciana.
—Aproximadamente del tamaño de un guisante y todo indica que muy
fuerte. Tiene un latido robusto y los niveles están correctos. —Pulsó un
botón, imprimió una hoja con imágenes y sacó la sonda—. Por lo que
parece, sale de cuentas a principios de febrero. Puede vestirse y luego les
espero en mi despacho. Tenemos que hablar un poco más.
El doctor le dio las imágenes a Paula y se marchó.
—¿Cómo estás, cariño?
—Intentando asimilarlo todo —dijo ella—. Es diferente verlo de
verdad… o verla … —Se sentó en la camilla y miró las imágenes,
estudiándolas—. Aún no puedo creerlo. Paula, ¿por qué estás tan
tranquilo?
—En realidad no lo estoy —respondí con sinceridad—. Joder, me
tiemblan las piernas. Quiero un cigarro y un trago y estoy seguro de que
serás brillante en todo y yo seré un idiota y un completo inútil.
—Guau. Eso es muy diferente a lo que decías el fin de semana. —Me
sonrió. Ya habíamos pasado por esto con Angel. Sabía que no estaba
enfadada. Lo habíamos hablado y los dos habíamos perdido los papeles en
distintos momentos y lo habíamos superado. Esta era solo la primera visita
oficial al médico y habría muchas más. Los dos habíamos aceptado que el
sol seguía saliendo y la tierra seguía girando, así que lo mejor sería seguir
adelante.
Me acerqué y eché un vistazo a las imágenes.
—Así que del tamaño de un guisante, ¿eh? Es asombroso que ese
mocoso pueda ponerte tan enferma.
Me dio un golpecito en el brazo.
—¿Acabas de llamar mocoso a nuestro bebé? ¡Por favor, dime que no te
he oído decir eso! —se burló.
—¿Ves? Ya lo estoy haciendo. Un idiota y un completo inútil que insulta
a nuestro bebé tamaño guisante. —Me clavé el pulgar en el pecho.
Ella se rio y se inclinó hacia mí. La rodeé con los brazos y le levanté la
barbilla, muy contento de ver un brillo en sus ojos. Si podía hacerla reír,
sabía que lo estaba llevando bien. Paula no sería capaz de fingir sus
sentimientos conmigo. Si estuviera triste o pasándolo realmente mal con
esto, yo lo sabría seguro. Joder, los dos estábamos aterrorizados, pero sabía
sin ninguna duda que a ella se le daría muy, muy bien la maternidad. No
había ni un asomo de inseguridad en mi mente de que no fuera a ser así.
Sería una madre perfecta.
—Te quiero, madre de nuestro bebé tamaño guisante. —La besé y le
acaricié la mejilla con el pulgar, mientras pensaba que estaba radiante.
—Gracias por ser como eres conmigo. Si fueras diferente…, no creo que
pudiera quererte como te quiero, ¿sabes? —susurró lo último.
Yo también susurré y asentí con la cabeza.
—Sí que lo sé.
Ella bajó de un salto y se puso la ropa interior de encaje y luego los
pantalones marrón claro y los zapatos.
—Veré lo que puedo hacer para que te lleves mejor con el guisante. —
Hizo un gesto señalándose el vientre—. Tengo contactos.
Ahora me hizo reír ella a mí.
—Está bien, desvergonzada, vamos a hablar con el doctor Sonda-Plátano
para ver si podemos irnos de aquí.
—Qué gracioso. ¿Te he dicho alguna vez lo sexi que suenan los
británicos cuando dicen«plátano?».
—Lo acabas de hacer. —Le agarré el trasero y la volví a besar—. Te
daré mi plátano si quieres.
Abrió la boca sorprendida y me dejó sin habla. Mi chica alargó la mano
y la llevó a mi paquete. Me dio un buen tirón y apretó sus bonitas tetas
contra mi pecho.
—Tu plátano necesita espabilarse un poco si quieres hacer algo bueno
con él.
—Dios, mi hermana tenía razón. Las hormonas hacen que las mujeres
embarazadas se mueran por un pene. Tanto sexo podría matarme.
Ella se encogió de hombros y se dio la vuelta para salir de la sala de
reconocimiento.
—Sí, pero sería una forma divertida de morir, ¿no?
La agarré de la mano y la seguí, dándole gracias a los dioses por las
hormonas del embarazo y sonriendo, no me cabe duda, como un bobo.
—Todo parece estar muy bien. Quiero que empiece a tomar vitaminas
prenatales y apruebo los antieméticos que le recetó el doctor Greymont, así
que continúe tomándolos mientras los necesite. ¿Ha dejado de tomar la
otra medicación? —preguntó el doctor Burnsley de esa forma suya tan
eficiente.
—Sí —contestó Paula—. El doctor Greymont dijo que lo más probable
haya sido que mis antidepresivos reaccionaran con mis píldoras
anticonceptivas y así es como…
—Pueden ser reactivas, sí. Por eso las instrucciones recomiendan doble
precaución. Me sorprende que el farmacéutico no le recomendara otra
medicación.
—No recuerdo si lo hizo, pero no es bueno tomarlas estando
embarazada, ¿verdad?
—Correcto. Ni alcohol ni tabaco ni medicamentos aparte de las
vitaminas y los antieméticos que la ayudarán a sobrellevar el próximo mes.
Después verá que su apetito aumentará y tendrá menos problemas con las
náuseas, así que no los necesitará. Pero de verdad quiero que consuma más
calorías. Está muy delgada. Intente ganar algo de peso si puede.
—Está bien. ¿Y el ejercicio? Me gusta correr unos cuantos kilómetros
por las mañanas.
Buena pregunta. Estaba impresionado por sus inteligentes y razonadas
preguntas mientras continuaba repasándolo todo con el médico y
simplemente me quedé allí sentado escuchando e intentando no parecer
demasiado estúpido. Tampoco se me escapó la parte del tabaco. Escuché
ese mensaje alto y claro. Tenía que dejarlo. Era imperativo que dejara el
maldito tabaco. No podía fumar cerca de Paula o el bebé por el bien de su
salud. Si no lo hago, ¿en qué lugar me dejaría eso? Sabía que era algo que
tenía que pasar, pero no sabía cómo me las arreglaría.
—Ahora mismo puede continuar con todas sus actividades normales,
incluidas las relaciones sexuales.
La larga pausa del médico en este punto me hizo pensar en mi hormonal
novia y en todas las formas en que podía ayudarla. Ella, por otra parte,
estaba preciosa ruborizándose y me excitó; garantizando que el resto de mi
jornada laboral en la oficina pasaría demasiado lento mientras me
torturaba con montones de pensamientos eróticos sobre lo que me
esperaría al llegar a casa. Soy un cretino con suerte.
—Y el ejercicio con moderación siempre es saludable.
Oh, le daré mucho ejercicio, doctor.
El doctor Burnsley echó otra ojeada a su gráfica.
—Pero aquí veo que trabaja en una galería restaurando cuadros. ¿Está
expuesta a disolventes y sustancias químicas de esa naturaleza?
—Sí. —Paula asintió con la cabeza y luego me miró—.
Constantemente.
—Ah, bien, eso es un problema. Es dañino para el desarrollo del feto que
inhale vapores que contengan plomo, y como trabaja con piezas muy
antiguas, eso es justo con lo que estará en contacto. Las pinturas
domésticas modernas no son un problema, son los compuestos químicos
más antiguos los que son preocupantes. Tendrá que dejarlo de inmediato.
¿Puede solicitar que le asignen otro tipo de trabajo durante su embarazo?
—No lo sé. —Ahora parecía preocupada—. Es mi trabajo. ¿Cómo les
digo que no puedo tocar disolventes durante los próximos ocho meses?
El doctor Burnsley levantó la barbilla y ofreció una agradable expresión
que no nos engañó ni por un momento.
—¿Quiere un bebé sano, señorita Chaves?
—Por supuesto que sí. Es que no me esperaba… —Se agarró a los
brazos de la silla y respiró hondo—. Encontraré la forma de solucionarlo.
Es decir, seguro que no soy la primera restauradora que se queda
embarazada. —Hizo un gesto con la mano y luego se la pasó por el pelo—.
Hablaré con mi tutor de la universidad a ver qué pueden hacer.
Paula le dedicó una falsa sonrisa que me informó de que no estaba
contenta con ese pequeño contratiempo, pero no iba a discutirle sus
consejos médicos. Mi chica era sensata con las cosas que importaban.
Sabía lo importante que era su trabajo para ella. Le encantaba. Era
brillante en lo que hacía. Pero si había peligro con los químicos, entonces
el trabajo tendría que esperar por el momento. El dinero nunca había sido
un problema entre nosotros. En realidad nunca habíamos hablado de ello. A
todos los efectos ya se había mudado a mi piso y no había duda de hacia
dónde nos dirigíamos en el futuro. Sería mi esposa, y lo que era mío sería
suyo. Íbamos a tener un hijo. Nuestro camino estaba claro, pero los
aspectos prácticos aún no los habíamos resuelto. Yo sabía lo que quería,
pero ahora mismo era un momento tan infernal que literalmente no tenía ni
un minuto para profundizar en la logística. No hasta que pasaran las
Olimpiadas, por lo menos.
Después de que la bomba del fin de semana del embarazo nos cayera
encima, volvimos corriendo a Londres y de vuelta al trabajo. Ni siquiera se
lo habíamos dicho aún a nuestros padres, y le había pedido a mi hermana y
Angel que nos guardaran el secreto, bajo pena de muerte si divulgaban la
noticia antes que nosotros.
Estábamos intentando asimilarlo todo y a mí además se me acumulaban
las obligaciones de mi empresa, ya que estábamos a tan solo veintiún días
para los Juegos. Ahora mismo no teníamos tiempo para organizar nada.
Deseaba un cigarro. O tres.

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