lunes, 17 de marzo de 2014

CAPITULO 120



Cuando abrí la puerta del baño para salir, con la prueba de embarazo en
la mano, Pedro aún estaba donde le había dejado cuando la cerré en su
sonriente cara. Dios, cómo le quería por intentar bromear y hacer que esta
estresante situación fuera un poco más llevadera. Por lo que veía, diría que
estaba llevando la posibilidad de ser padre muy bien.
De hecho, casi parecía desear que estuviese embarazada. Me preguntaba
por qué, y definitivamente podía decir que en esto él y yo no teníamos la
misma mentalidad en absoluto. Para nada. Pedro era mucho mayor. Ocho
años mayor. Años que marcaban una gran diferencia cuando nos
enfrentábamos a las inminentes posibilidades del matrimonio y una
familia. La vida estaba pasando demasiado rápido y me aterrorizaba. Lo
único que me impedía volverme loca era su actitud ante la situación de que
podíamos hacer esto.
Aún no sabía realmente cómo era posible que me hubiese quedado
embarazada. Tenía unas cuantas preguntas para mi médico, eso estaba
claro. Como, por ejemplo, ¿cómo narices pueden fallar las píldoras
anticonceptivas cuando nunca se me ha olvidado ninguna y llevaba años
tomándomelas religiosamente?
Me rodeó con el brazo y me acompañó con el aparato del suero de vuelta
a la cama.
—¿Has estado aquí esperando? —Le eché una mirada furtiva.
—Por supuesto que sí —dijo Pedro, y me cogió la barbilla y la mantuvo
elevada para que mis labios se encontraran con los suyos en un beso lento,
deliberado y muy apasionado. Lo necesitaba. Siempre parecía saber cuándo
precisaba afecto y consuelo y era muy generoso repartiéndolo.
Le puse el test de embarazo en la mano y observé cómo se le abrían los
ojos.
—Quiero que lo mires tú primero. Lo miras y luego me lo dices. Tarda
unos minutos en dar el resultado. —Mi voz sonaba trémula, así era como
me sentía.
Él me sonrió.
—Vale. Puedo hacerlo. Pero primero mi chica tiene que volver a la
cama.
Me besó en la frente y luego dejó el test en la mesilla de noche y ahí se
quedó. Me metió en la cama, se volvió a quitar los vaqueros y trepó junto a
mí. Me acercó a él y nos acomodó igual que estábamos antes. Apoyé la
cabeza en su pecho y puse una mano sobre sus duros músculos. Tenía
mucho que decir, pero apenas sabía por dónde empezar. Mejor hacerlo por
la parte más importante de mi discurso.
—¿Pedro?
—¿Sí?
—Te quiero mucho.
En el instante en que susurré esas palabras todo su cuerpo se relajó. Noté
cómo su dureza se ablandaba y supe que había estado esperando que
hiciera esa declaración, probablemente desde hacía bastante tiempo, a lo
largo de las muchas horas de este día-barra-pesadilla. Sabía que no podía
decir esas palabras tan a menudo y con la facilidad de Pedro y, aunque
trataba de demostrárselo, me di cuenta de que se lo ocultaba un poco, y no
estaba bien hacerle eso. Me esforzaría por él.
—Yo también te quie…
Lo hice callar con los dedos sobre sus labios y levanté la cabeza.
—Sé que me quieres. Me lo dices todo el tiempo. Se te da mejor que a
mí expresar tus sentimientos y quiero que sepas que me doy cuenta. Lo veo
en cómo me cuidas y en cómo me tocas y en cómo me lo demuestras
estando ahí cuando te necesito. —Respiré hondo.
—Paula…, es la única forma…
—Por favor, déjame terminar. —Volví a poner los dedos en sus labios
—. Necesito decir esto antes de que miremos el test de embarazo y me
derrumbe por completo, porque estoy segura de que lo haré sea cual sea el
resultado.
Sus ojos azules decían infinidad de cosas, aunque su boca se mantuviera
cerrada. Me besó los dedos, que aún cubrían sus labios, y esperó a que
continuara.
Volví a respirar hondo.
—Es la última vez que salgo huyendo de ti. No volveré a hacerte daño
con un «Waterloo». Ha sido horrible marcharme así y estoy muy
avergonzada por haber sido tan débil y egoísta. He actuado como una
niña y ni siquiera puedo imaginar lo que tu familia piensa de mí ahora
mismo. Deben de estar rezando para que no esté embarazada, y solo se
trata de una gripe horrible, porque estoy segura de que me ven como una
loca americana que está intentando echarte el anzuelo…
—No. No, no, no, no, no piensan eso —interrumpió él mientras sus
labios encontraban los míos y silenciaban mi discurso para siempre. Me
hizo rodar debajo de él, con mucho cuidado con mi muñeca izquierda, y me
estiró el brazo hacia arriba para que no me lo golpeara. Muy propio de
Pedro. Hacerse cargo de mí de la única forma que sabía… y de la forma en
que lo necesitaba. ¿Cómo lo sabía siempre?
Me besó concienzudamente, me inmovilizó debajo de él y se adentró
hondo con la lengua, haciendo un movimiento circular una y otra vez
alrededor de la mía. Se apoderó de mí la misma maravillosa sensación de
ser invadida que tenía cada vez que estábamos juntos. Su necesidad de
estar dentro de mí sumada a mi necesidad de tenerlo allí.
Levantó la cabeza y me mantuvo debajo de él, apoyando su cuerpo con
una mano y sosteniéndome la barbilla con la otra. Ahora tenía la cara seria.
—Sé la verdad, Pedro. He estado contigo desde el primer día,
¿recuerdas? Sé lo mucho que tuve que esforzarme para conseguirte. —
Agachó la cabeza y arrastró su barba incipiente por mi cuello para
lamerme debajo de la oreja—. Te deseaba entonces, te deseo ahora y te
desearé siempre —susurró entre mordisquitos por el cuello y la garganta,
mientras volvía a mi boca para devorarme otra vez.
Florecí bajo sus íntimas caricias y encontré la forma de llegar a donde
necesitaba estar.
Él retrocedió y sus hermosas y duras facciones reflejaron las sombras de
la única lámpara de la habitación. Y allí mismo, a altas horas de la noche,
sumidos en una situación que tenía el poder de cambiar nuestras vidas para
siempre, mi Pedro pronunció las palabras más perfectas que existen.
—Ojalá pudiera hacerte el amor ahora mismo. Ahora. Antes de que
sepamos lo que dice…, porque no cambiará nada de lo que siento aquí…
por ti. —Me cogió la mano derecha y se la puso en el corazón.
—Sí, por favor —alcancé a decir antes de caer en un lugar tan profundo
de mi amor por él que me dejaba expuesta. Lo que teníamos él y yo era
verdaderamente irreversible.
Se levantó y se sentó sobre sus rodillas. Sus penetrantes ojos azules me
pedían permiso, porque así es como él era siempre conmigo. Pedro sabía lo
que quería y lo tomaría de mí, pero necesitaba saber si yo estaba dispuesta.
Lo estaba. No hubo intercambio de palabras porque no eran necesarias.
Realmente no.
Levanté el otro brazo despacio para igualarlo con el izquierdo y arqueé
la espalda para ofrecerme a él como sé que le encanta. Me entregué a su
cuidado y sabía que nos llevaría a un lugar donde podríamos estar así
juntos de la forma que entendíamos tan bien.
Se quitó la camiseta y la tiró. Mis ojos se empaparon de sus esculturales
abdominales y las sólidas curvas de sus deltoides y bíceps. Podría mirarle
durante horas y nunca me cansaría.
Tiró de mi camiseta hacia arriba, me la pasó por encima de la cabeza y
la dejó apelotonada alrededor de mi brazo izquierdo. Tendría que quedarse
ahí, porque yo seguía conectada a la vía. Bajó las manos, planeando sobre
mi piel, sin tocarla mientras me miraba de arriba abajo. Me recordaba a un
pianista justo antes de empezar a tocar una pieza. Era precioso de ver.
Se inclinó sobre mí, empezando por el hueco de la garganta y siguiendo
a continuación hacia abajo tan lejos como pudo. Arrastró su lengua
despacio sobre mi esternón, por mi estómago y hasta mi ombligo, donde
prestó especial atención a la hendidura. No se acercó a mis pechos y esa
obvia evasión me hizo vibrar por él, mi cuerpo totalmente encendido
anhelando sus caricias.
Levantó la vista de mi ombligo justo antes de alcanzar la cinturilla de
mis mallas. Descendió con la lengua mientras sus manos me bajaban las
mallas, trazando una línea recta, para lamerme el sexo. Su lengua empujó
entre los pliegues y encontró mi clítoris excitado y deseoso de él. Me
doblegué fuera de la cama y gemí mientras me devoraba con sus labios y
su lengua hasta el borde del orgasmo.
—Todavía no, preciosa —dijo con voz ronca contra mi sexo,
aminorando los golpes de su lengua para mantenerme al borde del clímax
sin llegar a alcanzarlo. Apoyó la palma de la mano sobre mi estómago y
con la otra se las arregló para quitarme del todo las mallas con un poco de
ayuda de mis caderas elevadas.
Me separó una pierna, la levantó con una mano a la vez que emitía un
sonido de puro deseo carnal y miró cómo me abría para él, con la otra
mano aún colocada sobre mi vientre. Pedro me tenía totalmente expuesta y
desnuda, inmovilizada bajo sus manos, cuando descendió otra vez y hundió
la lengua dentro de mí y me penetró tan hondo como pudo. Hizo magia con
esa lengua suya y me sentí caer al vacío a medida que mi cuerpo rozaba el
orgasmo. Podría haber muerto si no me lo hubiese dado.
—Dímelo ahora —ordenó con una brusca respiración junto a mi sexo.
De nuevo lo entendí. Sabía exactamente lo que quería escuchar.
—¡Te quiero, Pedro! Te quiero. Te quiero mucho… —declaré entre
sollozos, apenas capaz de formar palabras perceptibles.
Pero me escuchó.
Pedro envolvió su perfecta lengua alrededor de mi perla y lamió fuerte.
Exploté como una bomba nuclear, despacio al principio y luego una pausa
de ebullición antes del estallido incendiario que me hizo pedazos. Pedazos
de mí que solo un hombre podía recoger y ensamblar de nuevo. Solo Pedro
podía hacerlo. Esta verdad la entendía incondicionalmente. El único que
tenía el poder de desarmarme era el mismo que poseía el poder de volver a
recomponerme.
Los ojos azules de Pedro planeaban sobre mí cuando abrí los míos.
Había vuelto a ascender por mi cuerpo, su mano donde acababa de estar su
boca: sus largos dedos se deslizaban lentamente dentro de mí mientras el
pulgar presionaba el núcleo de emociones y desencadenaba una ardiente
sensación de placer.
Seguí flotando, aún respirando con dificultad, mirando y aceptando su
beso y sus íntimas caricias. El sabor a mí en sus labios siempre me hacía
sentir querida. Como si quisiera compartir su experiencia conmigo. Sacó
los dedos de donde habían estado clavados, los sumergió, curvados, en mi
boca y los deslizó por la lengua. Era intimidad añadida a más intimidad.
Pedro me susurró cosas eróticas sobre el aspecto que tenía, sobre mi olor,
mi sabor y sobre lo que me iba a hacer a continuación.
Pero yo estaba impaciente por recibir más, especialmente porque sentía
su sexo duro y enorme contra mi pierna y me había dado cuenta de que se
había quitado los calzoncillos en algún momento. Intenté acercarme
girando las caderas contra su rígido miembro. Él se rio entre dientes y
susurró algo sobre que se tomaría su tiempo para dármelo.
Volví a pensar que para entonces podría estar muerta.
—Mi Pedro… —Intenté tocarlo con la mano, pero él me arrastró el
brazo de vuelta por encima de mi cabeza y me echó una mirada que no
necesitó traducción. Giré la cabeza de un lado a otro, necesitaba más y
estaba desesperada.
—Dime lo que quieres —canturreó contra mi cuello.
Me arqueé otra vez, tratando de unirnos, pero Pedro controlaba la
velocidad.
—Quiero…, quiero sentirte dentro de mí —le supliqué.
—Mmmm…, lo tendrás, nena —cantó con voz ronca—. Ahora lo
tendrás. Voy a darte mi polla muy…, muy… despacio. Tan despacio y
profundamente que sentirás cada molécula mía… dentro de ti.
Me moriría.
Noté que cambiaba de posición entre mis piernas y me abría más, su
dura envergadura ya balanceándose lentamente contra mi piel empapada,
pero aún sin penetrarme. Sabía lo que estaba haciendo. Estaba saboreando,
prolongando la expectación, regalándome cada pequeña sensación de tacto
y placer, tan despacio, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo.
Tenía a un dulce y muy paciente Pedro amándome esta noche.
Se apoyó con las manos y fue contoneando las caderas poco a poco con
un movimiento lento y controlado mientras la punta de su pene me
embestía con golpes minúsculos y besaba mi acalorado sexo una y otra y
otra vez. Su cuerpo palpitaba sobre mí y nos miramos a los ojos
enardecidos cuando agachó la cabeza para juntar su frente con la mía. Solo
una vez que establecimos esa conexión empujó con fuerza dentro de mí
hasta el final y sucumbió a la consumación del acto, enterrándose todo lo
que pudo mientras el jadeo más erótico salía de su garganta.
Grité por la gloria del momento.
Pedro encontró de nuevo mis labios y hundió la lengua al ritmo de las
elegantes embestidas de su sexo, tomándose su tiempo para llevarme con
él. Sabía que aguantaría hasta que me volviera a correr o estuviese a punto.
Su ritmo se incrementó de forma constante y contraje los músculos
internos todo lo que pude a su alrededor, intentando abarcar cada pedazo de
él. Supe que estaba funcionando cuando se tensó aún más y empezó a
respirar con brusquedad con cada empujón. Los sonidos que emitía me
parecían preciosos y se me metían en la cabeza junto con los apasionantes
latidos de mi sexo propulsándome hacia otro clímax.
Cuando me cubrió un pezón con la boca y tiró del otro con un suave
pellizco de repente sentí que me estrellaba incontrolablemente como hace
un maremoto, llevándoselo todo a su paso. Pedro me miró fijamente
mientras estallaba con un rugido estremecedor y me llenaba de calientes
ráfagas con unas últimas acometidas furiosas y rápidas antes de aminorar
la velocidad a suaves rotaciones que sonsacaron las últimas gotas de placer
entre nosotros hasta caer en una calma total.
Ahora estaba llena de él y no quería que esa sensación desapareciera.
Deseaba quedarme así para siempre. En ese momento me parecía que para
siempre era una maravillosa posibilidad.
Pero él rodó hasta quedarse boca arriba y me llevó con él hasta que
estuve encima, mi muñeca izquierda completamente intacta después de
todo lo que habíamos conseguido. Ahora me permitió usar las manos para
tocarlo. Se las puse en el pecho y las extendí, sintiendo los fuertes latidos
de su corazón contra mis palmas.
Él me cogió la cara y me besó durante un rato, mientras me susurraba
que era suya, lo mucho que me quería independientemente de lo que
sucediera en nuestras vidas y que nunca dejaría de quererme. Me pasó la
mano por la espalda, siguiendo la columna vertebral arriba y abajo.
Después conmigo aún en sus brazos, murmuró con un suave roce de sus
labios con los míos:
—No te duermas todavía.
—No lo haré.
—¿Estás preparada?
Asentí con la cabeza y susurré:
—Sí.
—Y nada nos va a cambiar.
—Nada cambiará que nos queremos —aclaré.
—Desde la primera vez que te escuché hablar supe que además de
belleza tenías cerebro —dijo guiñándome el ojo.
Alcanzó la prueba de embarazo, que descansaba en la mesita, y la puso a
la luz.
Se me aceleró el corazón, y no era por los preciosos orgasmos.
—Sale un signo menos para negativo y un signo más para positivo —
solté.
Pedro me miró levantando una ceja.
—Gracias por la aclaración. Creo que esa parte me la podría haber
imaginado, nena.
Dirigió la vista hacia el test de embarazo con los ojos entornados.
Apoyé la mejilla en su pecho y traté de respirar.
Miró el test y luego sus manos empezaron a moverse lentamente arriba y
abajo por la curva de mi columna como antes.
Me pareció que habían pasado siglos, pero él se mantuvo en silencio
mientras me acariciaba la espalda distraídamente con la mano, aún
conectados, su sexo todavía enterrado dentro de mi cuerpo incluso en su
estado medio duro, hasta que no pude soportar otro segundo de espera.
—¿Qué dice? —susurré.
—Tienes que mirarme.
La falta de confianza en mí misma que había conocido durante años, con
la que tenía una relación estrecha y personal, volvió sigilosamente para
sembrar el caos en todas las buenas sensaciones que acabábamos de
disfrutar juntos. Ese miedo casi me paralizó, pero Pedro no lo permitiría.
Continuó acariciándome, e incluso me dio algún empujoncito para
liberarme del miedo que me inmovilizaba.
—Olvídate de todo lo demás y mírame, Paula.
Tomé un trago de valentía y levanté la vista.
Desde el primer momento que conocí a Pedro, sus sentimientos siempre
fueron evidentes, desde las expresiones de su cara al tono de su voz y su
lenguaje corporal. Resultaba fácil saber si estaba satisfecho, molesto,
relajado, excitado o incluso contento. La expresión de Pedro contento no
era muy frecuente, pero la había visto lo suficiente como para reconocerla.
Cuando miré a la cara que me estaba mostrando ahora, estuve segura de
una cosa.
Mi Pedro estaba contento, realmente contento por el hecho de que iba a
ser padre.

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