martes, 18 de marzo de 2014

CAPITULO 123




Mis ojos rastrearon el patio por costumbre y analicé a los clientes del
delicatessen mientras entraban y salían. Hacía un buen día de julio y estaba
abarrotado. Las Olimpiadas iban a convertir este lugar en una
aglomeración de enormes proporciones. Eso también me preocupaba.
Miles de personas iban a venir a Londres de vacaciones. Cada día llegaban
más atletas y equipos. Gracias a los dioses, no tenía que encargarme de
ellos. Mis clientes VIP ya supondrían bastante trabajo y dolor de cabeza.
Aún era cauteloso todo el tiempo con Paula, y tenía una muy buena
razón para serlo: hasta que no supiera quién había mandado el mensaje a su
teléfono, no iba a correr ningún riesgo. Sobre todo con Pablo en Estados
Unidos. Volvía el sábado con lo que esperaba fuesen algunas pistas sobre
quién era ese hijo de puta. Si me llevaban de vuelta al equipo del senador
Oakley, entonces iba a hundir a ese pedazo de cabrón. Conocía a unos
cuantos en el Gobierno y pediría favores si fuera necesario. Ponerme a
prueba amenazando a Paula era como golpear a una serpiente de
cascabel. Estaba preparado para hacer cualquier cosa con tal de protegerla.
—¿Has terminado? —pregunté cuando me di cuenta de que había dejado
de darle mordiscos a su sándwich.
—Sí. Ahora tengo que ir pasito a pasito. —Se puso la mano en el
estómago—. Literalmente.
—Lo sé, pero tienes que comer. Te lo ha dicho el doctor Sonda-Plátano.
Lo he escuchado claramente y él es una autoridad absoluta en estos temas.
—La miré arqueando las cejas.
—Bueno, estoy bastante segura de que el médico también evitaría la
comida si pasara tanto tiempo como yo inclinado sobre un inodoro
vomitándolo todo después de comer algo.
—Pobrecita, y tienes mucha razón, preciosa. —Me incliné para besarla
en los labios—. ¿Qué te he hecho?
Ella se burló y me devolvió el beso.
—Creo que es bastante obvio, teniendo en cuenta dónde acabamos de
pasar la última hora.
—Pero los medicamentos ayudan, ¿verdad? —Le acaricié la mejilla y
mantuve cerca nuestras caras. Joder, cómo odiaba ver sufrir a mi chica.
Ella asintió con la cabeza.
—Sí. Hace milagros. —Se puso de pie para ir a tirar el envoltorio de su
sándwich a la papelera. Incluso ese pequeño gesto llamó la atención de los
que estaban cerca. Localicé al menos a tres hombres y a una mujer que la
observaron. No me extraña que los fotógrafos quisieran que posara para
ellos. Malditos cretinos.
Paula era completamente ajena a todo eso, lo que la convertía en un ser
aún más excepcional.
Entramos en Fountaine’s Aquarium y sonreímos cuando cruzamos el
umbral, al recordar el día que hablamos como dos extraños y el destino
tuvo algunas cosas que decir. La tienda estaba concurrida y tuvimos que
hacer cola hasta que otro dependiente vino al mostrador a ayudar.
Junto a nosotros había una mujer que llevaba a su hijo en una mochila
como en una especie de cabestrillo. Recordé que Luciana utilizaba un
artilugio similar con Delfina cuando era un bebé. Excepto que a este niño no
le gustaba. Ni siquiera un poquito. Estaba bastante seguro de que si el
Bebe pudiese hablar, el aire de la tienda se habría llenado de «Que te
den y vete a tomar por culo». Gritaba y daba patadas, intentando
escabullirse. La madre lo ignoraba sin más como si no hubiese nada de
malo en llevar a un minihumano a la espalda llorando, retorciéndose y
chillando tan alto que podría hacer añicos el cristal del escaparate.
Busqué la complicidad de Paula y me puso los ojos como platos.
¿Estaba pensando lo mismo que yo? ¿Hará eso nuestro bebé? Oh, por
favor, Dios, no.
Avanzamos en la cola y solo teníamos a una persona delante de nosotros
cuando el niño de cara roja y grandes pulmones se puso a berrear con todas
sus fuerzas. Creí que me iba a explotar la cabeza. La mujer retrocedió y me
puso al pequeño demonio en la cara. La tienda era tan estrecha que me
arrinconó contra el mostrador sin poder moverme. Eché la cabeza hacia
atrás todo lo que pude y pensé que quizá hubiera sido mejor llamar a la
tienda y concertar el servicio por teléfono.
Paula estaba haciendo un gran esfuerzo para no reírse de mí cuando la
situación degeneró aún más, lo que nunca pensé que fuera posible. Oh, era
muy posible. La criatura se tiró un pedo a menos de treinta centímetros de
mí. No solo poseía el poder de arrancar la pintura de las paredes, sino que
sonó muy suelto, lo que confirmó que no podía haber sido una simple
ventosidad. Ese chiquillo estaba retorciéndose en su caca y yo estaba
demasiado cerca ahora mismo. La madre se dio la vuelta y me echó una
mirada furiosa como si hubiese sido yo. ¡Dios, sácame de aquí!
Paula estaba temblando a mi lado con la mano sobre la boca cuando el
dependiente me preguntó en qué podía ayudarme. Intenté no saltar sobre el
mostrador y suplicarle una máscara de oxígeno. No sé cómo pude gestionar
mi pedido con los gritos y el repugnante olor, y luego Paula se apresuró
hacia la puerta diciendo que me esperaba fuera. Sí, sal, nena, antes de que
te asfixies. ¡Corre, corre y no mires atrás! Es una chica lista, eso no es
ningún secreto.
Cuando conseguí escapar de la tienda, Paula estaba en la acera mirando
el tránsito peatonal. Me vio y se echó a reír. Me pasé la mano por el pelo y
tomé una enorme bocanada de aire. Puro, fresco. Aire londinense. Bueno,
puede que puro no, pero al menos ya no me lloraban los ojos. O puede que
sí, veía borroso y me moría por un cigarro.
—¿Estás bien? —le pregunté, pensando si esa ofensiva en la tienda la
había hecho vomitar.
—¿Y tú? —siguió riéndose de mí.
—La madre que lo parió. ¡Por todos los santos, eso ha sido aterrador!
¡Dime que era una encarnación de Satán! —Asentí con la cabeza—. ¿No es
así?
Aún riendo, se agarró de mi brazo y me llevó caminando hacia el coche.
—Pobre Pedro, que ha tenido que aguantar a un bebé maloliente —se
rio.
—Vale, ¡eso no era un bebé maloliente! —Era más bien una forma
realmente efectiva de disminuir la tasa de natalidad—. Dios santo, no creo
que existan las palabras adecuadas para describir lo que era eso.
—Oh, estás asustado. —Puso cara de falsa preocupación.
—Joder que si estoy asustado. ¿Por qué no lo estás tú? —Paula se rio
aún más fuerte—. Por favor, dime que nuestro pequeño guisante nunca se
comportará así.
Temblando de la risa, se puso de puntillas para besarme y me volvió a
decir lo mucho que me quería.
—Creo que necesito una foto de este momento, cariño. Sonríe para mí.
Sacó el móvil e hizo una foto, mientras seguía riendo de esa forma suya
tan hermosa que me recordaba el regalo que me había hecho la vida cuando
decidió que ella también me quisiera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario