domingo, 23 de marzo de 2014

CAPITULO 141


Tener a Paula durmiendo sobre mí en el vuelo de regreso a Londres me
hizo sentirme mejor de lo que había estado en días. Ella estaba totalmente
agotada, y tan exhausta que se había quedado dormida casi de inmediato
después de sentarnos en nuestros asientos. Tampoco la culpaba. La
despedida de su madre había sido… dolorosa, a falta de una descripción
mejor. Yo mismo estaba exhausto por la experiencia. Dios, esa maldita
mujer no me gustaba ni una pizca. Me esperaba un jodido infierno con esta
suegra. Y no había nada en el mundo que pudiera hacer al respecto. Mi
dulce chica tenía una bruja como madre. Era muy guapa en plan diseñador
chic, pero una bruja abominable al fin y al cabo. Imaginé a Miguel Chaves
recibiendo ahora sus alas de santo por haberla soportado todo ese tiempo.
Reprimí un escalofrío.
Su queridísima madre había intentado que Paula prolongara su viaje y
me dejara ir a casa solo. Me rechinaron los dientes al recordarlo. ¡Como si
yo hubiera permitido tal cosa! Seguro que habría intentado influirla para
que me dejara o para que regresara a Estados Unidos.
Al final Paula no le hizo caso a su madre. Simplemente se dio la vuelta
y dijo que volvería a casa a Londres para casarse conmigo y tener a nuestro
bebé. No creo que jamás me haya sentido más orgulloso de nadie como de
mi chica cuando pronunció esas palabras y me miró.
Paula abrió los ojos y yo capté ese momento de inocencia, ese
despertar feliz e inconsciente de todas las cosas malas que le habían
ocurrido en su vida…, como perder a un ser querido. Solo duraba una
décima de segundo, en cualquier caso. Lo sé por experiencia.
Sus ojos brillaron en un primer momento y entonces se nublaron,
mostrando el dolor de su realidad durante unos segundos antes de cerrarlos
para protegerse de pensamientos dolorosos y poder superar el resto de ese
viaje en el que estábamos tan expuestos. Viajar en primera clase era mejor
que en turista, pero aun así estábamos en una cabina, rodeados de extraños
y sin ninguna privacidad. Paula había mantenido la compostura hasta ese
momento. Todavía no se había venido abajo, y debo decir que me
preocupaba bastante, pero no había nada que pudiera hacer. No podía sufrir
en su lugar. Tendría que hacerlo ella a su modo y a su tiempo.
La azafata vino para tomar nota de nuestras cenas. Salmón o pollo a la
parmesana encabezaban esa noche el menú. Miré a Paula y obtuve un
minúsculo movimiento de cabeza y una cara triste. Lo ignoré y le dije a la
azafata que los dos tomaríamos salmón, pues recordé cuánto le había
gustado cuando cenamos con mi padre y Maria.
—Tienes que comer algo, cariño.
Asintió con la cabeza y sus ojos se humedecieron.
—¿Qué…, qué voy a hacer ahora?
Le cogí la mano y la presioné contra mi corazón.
—Vas a volver a nuestra casa y pasarás un tiempo descansando y
haciendo lo que te haga sentir mejor. Irás a ver a la doctora Roswell y
hablarás con ella. Vas a trabajar en tu investigación para la universidad
cuando te sientas con fuerzas para ello. Organizarás la boda con las chicas
y con Oscar. Iremos a ver al doctor Burnsley para concertar una segunda cita
y para averiguar qué tal va nuestra aceituna. Vas a dejar que te cuide y a
seguir adelante con tu vida. Con nuestra vida.
Ella escuchó cada palabra. Absorbió cada una de ellas y yo estaba
contento por haberle dado algo que creo que necesitaba escuchar. En
ocasiones, tener a otra persona que te diga que todo va a salir bien es lo que
realmente necesitas para superar los momentos más duros. Sé que Paula
necesitaba escucharlo, tanto como yo decirlo.
—Y yo estaré junto a ti en cada paso del camino. —Me llevé su mano a
los labios—. Te lo prometo.
—¿Cómo sabes lo de la aceituna? —dijo sonriendo un poquito.
—Puse la página de Embarazo en mis favoritos y la visito
religiosamente, como tú me recomendaste. Esta semana es del tamaño de
una aceituna, y la semana que viene de una ciruela pasa. —Le guiñé el ojo.
—Te quiero —susurró en voz muy baja, y se pasó la mano por el pelo.
—Yo también te quiero, preciosa. Mucho, muchísimo.
La azafata llegó con toallitas húmedas y el servicio de bebidas. Yo pedí
vino y Paula zumo de arándanos con hielo. Esperé a que diera un sorbo.
No quería tener que obligarla a comer, pero recurriría a tácticas
persuasivas si tenía que hacerlo.
Para mi sorpresa y alivio, pareció gustarle el zumo de arándanos.
—Esto sabe muy pero que muy bien. —Dio otro sorbo—. Se me están
pegando tus palabras.
—Puedo asegurarte que todavía suenas como mi chica americana,
cariño.
—Lo sé, quiero decir que se me está pegando tu manera de hablar, como
decir «esto sabe bien» en lugar de decir «esto está rebueno». Se me está
pegando de estar tan cerca de ti —dijo.
—Bueno, dado que jamás te vas a librar de mí, entonces supongo que
significa que en poco tiempo conseguiré que hables como una británica
nativa.
—Bueno, puedes intentarlo, desde luego. —Bebió un poco más de zumo
y pareció algo más animada.
—Para cuando nazca la aceituna, serás una yanqui irreconocible, estoy
seguro.
Su cara se iluminó.
—Me acabo de dar cuenta de algo guay.
—¿De qué se trata? —pregunté intrigado pero feliz de verla más
animada de lo que había estado en muchos días.
—Aceituna tendrá acento inglés —dijo arrugando ligeramente la nariz
—. Me resulta un poco extraño…, pero supongo que me acostumbraré a
ello… y me gusta.
No pude evitar reírme.
—Serás la mejor mamá aceituna del mundo.
Me sonrió un momento, pero entonces la sonrisa desapareció tan rápido
como había aparecido.
—No como la mía, eso desde luego.
El dolor y la angustia sonaron alto y claro en sus palabras.
—Siento haberlo mencionado —dije moviendo la cabeza; no quería
hablar mal de su madre, pero me resultaba muy difícil no hacerlo.
—Quieres decir haberla mencionado.
—Eso también —argumenté. En realidad no quería meterme en las
complejidades de la relación de Paula con su madre, pero si era eso de lo
que quería hablar, entonces podría sin duda darle mi opinión. Solo
esperaba no tener que hacerlo.
Me libró de ello haciéndome otra pregunta.
—¿Y qué hay de tu madre, Pedro?
—Bueno, apenas la recuerdo. Lo único que tengo son los recuerdos que
despiertan las fotografías. Creo que puedo acordarme de cosas de ella, pero
quizá solo lo imagino cuando veo las fotos y escucho las historias de ella
que me cuentan mi padre y Luciana.
—Dijiste que te habías tatuado las alas en tu espalda por tu madre.
No, no quería hacer esto ahora mismo.
Casi suspiré, pero justo conseguí retenerlo. Sabía que era mejor dejarla
al margen en ese momento. Paula me había preguntado antes por el
tatuaje y sabía que ahora ella quería que yo compartiera eso, pero
simplemente no me sentía todavía preparado para ello. No aquí, en un
vuelo público bajo circunstancias trágicas. No era para mí el momento ni
el lugar adecuados para dejar salir esas emociones.
El salmón apareció justo entonces y me salvó.
Paula siguió bebiendo zumo y evitando la comida, que no estaba para
nada mal para ser comida de avión.
—Toma —dije ofreciéndole el tenedor con un trocito de pescado, tras
decidir que si ella no iba a comer por su cuenta, entonces tendría que
alimentarla yo mismo.
Escudriñó el trozo con cuidado antes de abrir la boca para recibirlo. Lo
masticó lenta y pausadamente.
—El salmón está bueno, pero yo quiero saber por qué las alas te
recuerdan a tu madre.
De modo que es así como quieres jugar, ¿eh? Chantaje emocional a
cambio de comer… Le ofrecí otro trozo de pescado.
Mantuvo los labios cerrados.
—¿Por qué ese tatuaje, Pedro?
Respiré hondo.
—Son alas de ángel, y dado que me la imagino así, me pareció muy
apropiado tener las alas a lo largo de la espalda.
—Es una idea bonita —sonrió.
Le tendí otro pedazo tierno de salmón, que esta vez aceptó sin rechistar.
—¿Cómo se llamaba tu madre?
—Ana.
—Es bonito. Ana. Ana Alfonso… —repitió.
—Yo también lo creo —le dije.
—Si aceituna es una niña, creo que tenemos el nombre perfecto para
ella, ¿no crees?
Sentí cómo se me movía la garganta para tragar saliva. Y no se debía a
comer salmón. Su propuesta significaba algo para mí…, algo profundo y
muy personal.
—¿Harías eso?
—De verdad que me encanta el nombre de Ana, y si tú quieres,
entonces… Sí, por supuesto —respondió, con sus ojos un poco más
brillantes que antes.
Yo estaba conmocionado, completamente agradecido por su generosidad
y buena voluntad al brindarme un regalo tan bonito, sobre todo en un
momento de tristeza tan terrible para ella.
—Me encantaría llamar a nuestra niña Ana por mi madre —afirmé
con sinceridad antes de sostener en alto un pequeño pedazo de pan.
Ella cogió el trozo de pan y lo masticó lentamente, sin quitar en ningún
momento los ojos de mí.
—Bueno, entonces ya está decidido —dijo con una voz triste y
meditativa.
Imaginé lo que debía de estar pensando, así que fui a ello.
—¿Y si aceituna es un niño?
—Sí, sí, sí. —Comenzó a llorar—. Quiero… llamarle Mi… g… guel
—consiguió decir antes de desmoronarse justo encima del océano
Atlántico, en una cabina de primera clase, en el vuelo nocturno 284 de
British Airways, de San Francisco a Londres-Heathrow.
La acerqué a mí y la besé en la frente. Después la abracé y dejé que
hiciera lo que finalmente necesitaba. Lo hizo en silencio y nadie se fijó en
nosotros, pero aun así me dolía tener que presenciar cómo atravesaba el
siguiente paso del duelo.
La azafata, que llevaba una insignia con el nombre de «Gloria» y tenía
un leve acento irlandés, se percató y acudió rápidamente para ofrecernos
ayuda. Le pedí que se llevara la cena y que nos trajera una manta más.
Gloria pareció entender que Paula estaba afligida y se apresuró a retirar
la comida, apagar las luces y traer una manta para taparnos. Cuidó mucho
de nosotros durante el resto del vuelo y me aseguré de agradecerle
sinceramente su amabilidad cuando desembarcamos varias horas después.
Durante el resto del vuelo abracé a mi chica contra mi pecho hasta que
agotó sus lágrimas y se durmió. Yo también descansé, pero a ratos. Mi
mente se movía hacia todas partes. Tenía abundantes preocupaciones y
solo podía esperar y rezar para que el farol que me tiré cuando amenacé a
Pieres en el funeral funcionara. Estaba preparado para hacer todo lo que
había prometido si alguien daba un paso hacia Paula, que sabía que
estaría muy vigilada de aquí en adelante.
No sabía quién era el responsable de las muertes de Montrose y Fielding.
No sabía si Miguel Chaves se había implicado en ese lío y si había sido
asesinado. No sabía quién había mandado ese mensaje al móvil antiguo de
Paula, ni quién había dado el aviso de bomba la noche de la gala
Mallerton. No sabía muchas cosas de las que necesitaba algunas
respuestas.
Sentía miedo dentro de mí.
Un miedo insano, como una locura, que me tenía aprisionado y me
calaba hasta los huesos.

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