viernes, 28 de marzo de 2014

CAPITULO 157



Mi primer instinto fue arrancar la lámpara de la pared y ponerme a
golpear a Bruno con ella en la parte de atrás de la cabeza. No sé cómo no lo
hice. Quería hacerle daño, hacerle sufrir y que agonizara durante mucho,
mucho tiempo antes de morir. Nadie podría imaginar todo el mal que le
deseaba. Tendría que mantenerlo enterrado dentro de mí para siempre. Sin
problema.
Llevó un tiempo, pero al final llegó el momento. Bruno se aburrió en
nuestra pequeña prisión y se puso a mandar mensajes de texto a alguien o a
jugar a algo, no sabría decirlo. Así es como supe que tenía su teléfono y
dónde estaba. Tendría que quitárselo en algún momento y utilizarlo para
llamar al único número que recordaba, el número de teléfono que tenía
desde mi traslado a Londres hacía cuatro años. No me sabía ningún otro
número de memoria más que ese.
Pensé en cómo podía conseguir el iPhone de Bruno. Con el tiempo me di
cuenta de que la única forma era escarbar en el fondo de mi psique y
averiguar hasta qué punto estaba dispuesta a apostarlo todo, como diría
Pedro. A apostarlo a todo o nada. A estudiar cuidadosamente los riesgos, o
las consecuencias. A intentar ganar, y a estar dispuesta a perderlo todo.
La ira sería el vehículo que me llevaría hasta allí.
—Has matado a mi padre, maldito hijo de puta —dije en voz baja.
Él levantó la vista de la pantalla y me miró fijamente.
—Se lo merecía. Lo odiaba desde hacía mucho tiempo por no dejarme
verte después de lo que pasó. Te mantuvo oculta de tus amigos, y de mí.
Yo quería ayudarte y estar ahí cuando me necesitaras. Cada vez que trataba
de hablar contigo, el capullo de tu padre me lo impedía.
—Me estaba protegiendo para que no me hicieran más daño. ¡Era su
responsabilidad como padre, gilipollas! —Dejé que mis emociones
crecieran en mi interior—. ¡Me quería!
—Sí, bueno, pues se interpuso en mi camino. Matarlo ha hecho que mi
plan funcione mejor. Pieres estaba acojonado en el funeral. ¿Viste cómo
sudaba?
—No —contesté—, estaba llorando por mi padre, pedazo de cabrón
desalmado.
Bruno me sonrió con suficiencia y me dieron ganas de sacarle los ojos con
una cuchara.
—No como tu padre cuando lo liquidé. El muy hijo de puta se mantuvo
frío, incluso cuando supo lo que iba a pasar. —Bruno me miró de forma
despectiva—. Dijo tu nombre con su último…
No pude aguantar el grito agonizante que salió de mi corazón cuando
escuché sus palabras indiferentes, pronunciadas como una ocurrencia de
último momento. Era demasiado para asimilarlo. Mi padre había muerto
sabiendo lo que Bruno había planeado para mí.
—No estés tan disgustada, Paula. Le dije a tu padre que yo cuidaría de
ti —añadió en un tono arrogante, y luego me dio la espalda.
¡Gracias, puto monstruo!
Dicen que bajo la influencia de un subidón de adrenalina, los humanos
son capaces de realizar grandes proezas físicas. Madres que levantan
coches para salvar a sus hijos y cosas así. No sabía si ese efecto se me
podría aplicar a mí, pero no me importaba. Era hora de golpearle con la
lámpara, mi mejor opción de las que tenía a mano. Una base sólida como
una roca que resolvería el problema si no se hacía añicos por la fuerza que
iba a utilizar.
¡Ahora mismo!
Agarré la maldita lámpara y me abalancé con ella con todas mis fuerzas
sobre la parte de atrás de la cabeza de Bruno.
Había hecho lanzamiento de peso en el instituto, y lo hice ahora. La
clave era el impacto junto a una perfecta precisión y fuerza bruta. Bruno
cayó como una piedra en un estanque. Tal vez las historias sobre madres
que levantan coches sí que encajaban conmigo.
Yo era madre, y le recordé a Bruno ese hecho tan importante.
Recogí su teléfono del suelo e hice lo primero que se me ocurrió. Lo
saqué por la ventana y tomé una foto de la línea del horizonte. Y luego la
mandé a mi antiguo número de teléfono.
Esperaba haber matado a Bruno, porque eso era exactamente lo que se
merecía, pero no podía estar segura y no quería quedarme para averiguarlo.
Iba a salir de allí.
Perdí un precioso minuto en la puerta porque Bruno había puesto una
cadena de seguridad en la parte de dentro que me costó unos cuantos
intentos abrir, ya que me temblaban mucho las manos. Sabía que
estábamos en un tercer o cuarto piso y que tenía que bajar a la calle para
estar a salvo, pero cuando salí del apartamento me encontré en un pasillo.
Este lugar era un desastre de planificación arquitectónica. Más bien una
total falta de planificación. Busqué a mi alrededor la mejor forma de salir.
La forma más rápida.
Las esquinas y las escaleras me recordaban al hotel Mision Inn de
Riverside que había visitado con mis padres de pequeña. Podías seguir
diferentes caminos y terminabas dando vueltas sin sentido, escaleras arriba
y abajo que te devolvían a donde ya habías estado. ¿Dónde estaban los
ascensores en este lugar?
Pensé en Pedro y me pregunté otra vez si habría entendido mi mensaje
de texto y cómo iba a poder encontrarme. Luego me acordé de la cosa esa
del GPS de la que habíamos hablado y se me ocurrió en un abrir y cerrar de
ojos: ¡Facebook! En Facebook podías publicar tu ubicación con una
aplicación con GPS integrado.
Eché un vistazo al teléfono de Bruno y encontré la aplicación de
Facebook. Entré en mi cuenta e hice clic en Lugar. Dejé que la aplicación
hiciera su trabajo y seleccioné la primera ubicación que apareció en la lista
de posibilidades. Casi tuve que reírme de lo que salió. Número 22-23 de
Lansdowne Crescent. El hotel Samarkand. Escribí en mi estado de
Facebook: «Estoy aquí, Pedro, ven a por mí». Etiqueté a Bruno Westman en
«¿Con quién estás?» y pulsé Publicar, mientras continuaba mi búsqueda
desesperada de los ascensores. Necesitaba alejarme de ese lugar.
Después de lo que pareció una eternidad, encontré los ascensores y
acribillé el botón de bajar, mientras buscaba indicios de que Bruno se
estuviese acercando, él o cualquier otra persona. ¿Por qué estaba tan
muerto este lugar? ¿Dónde estaba la gente? Las puertas se abrieron y allí
que me monté. Pulsé para ir a la planta baja y no volví a respirar hasta que
las puertas se cerraron y el ascensor comenzó su pesado descenso.
La libertad se hallaba al alcance de mi mano. Casi fuera. Pedro vería
mis mensajes en mi teléfono antiguo y en Facebook y sabría dónde
buscarme. Podría llamarlo en cuanto encontrase un lugar seguro como un
restaurante o una tienda.
Las puertas se abrieron suavemente y salí a una especie de entrada de
servicio en un sombrío patio. Esta era obviamente la puerta trasera del
hotel, no la principal como esperaba. Salí de todas formas y entonces fue
cuando escuché a Pedro gritar mi nombre:
—¡Paula! —El sonido más dulce para mis oídos.
Fui hacia la voz, concentrada solo en ella. Podía notar la urgencia en su
llamada y sentí un alivio enorme. Pedro me había encontrado; estaba viva
y todo iba a salir bien.
—¡Pedro!
Corrí hacia Pedro, hacia mi amor y mi corazón, cuando me agarraron por
detrás unos brazos que primero forcejearon y luego me sujetaron con
firmeza, atrapándome como a una mosca en una telaraña.
—¡Nooooo! —grité devastada.
—No pensarías que te podías escapar de mí, ¿verdad, Paula? —La
asquerosa pronunciación de Bruno resolló en mi oído.
Mi intento de matarlo obviamente había fracasado, porque ahora tenía
un frío cuchillo afilado apretado contra mi cuello que me obligaba a dejar
de forcejear. La decepción que sentí fue tremendamente amarga de digerir,
pero peor resultó la desgarradora visión de la cara de Pedro. Se encontraba
a menos de nueve metros de mí. Tan cerca, pero no lo suficiente.
La carrera a toda velocidad de Pedro se paró en seco, sus brazos se
extendieron en señal de rendición, su cabeza se movía de un lado a otro en
una silenciosa súplica a Bruno para que no me matara.
Esto… sería la perdición de Pedro. Su miedo al cuchillo lo impulsaría a
cualquier tipo de negociación para liberarme. Lo sabía. Pedro se
sacrificaría a sí mismo para evitar que me rajara la garganta. Bruno no
podría haber elegido mejor detonante para el miedo de Pedro en todo el
mundo.

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