sábado, 29 de marzo de 2014

CAPITULO 161



Un segundo después…

—La señora Alfonso se apunta.
Me ofreció el brazo.
—Mi dama, ¿me acompaña?
—¿Te he dicho alguna vez lo mucho que me gustan tus modales de
caballero? Es un contraste tan grande con esa boca tan sucia que tienes,
pero, oye, realmente funciona conmigo.
A Pedro se le notó la satisfacción en los ojos.
—Bueno, está bien, nena. Creo que puedo comportarme así para ti. —
Entornó los ojos y se llevó mi mano a los labios—. Me aseguraré de
hacerlo esta noche.
Gracias, Dios mío.
—Tengo que subir un segundo a nuestra habitación por tu regalo,
¿vale? Solo será un momento.
Me besó la mano y trazó un círculo con la lengua, justo encima de donde
estaban mi anillo y la alianza que me había puesto durante nuestros votos,
antes de dejarme ir.
—Te estaré esperando al final de las escaleras cuando bajes. Solo tengo
que decirle a Luciana que nos escapamos —me dijo con dulzura.
—Dios, cómo te quiero —le respondí.
Me dedicó una de sus escasas sonrisas y dijo:
—Yo a ti más.
—Lo dudo mucho —aseguré por encima del hombro—, pero ¡me vale!
Me di prisa en coger el paquete de nuestra habitación y estaba bajando
cuando noté una sensación de calidez. Caló en mí, se envolvió alrededor de
mi cuerpo como un manto de una forma reconfortante. Me detuve en las
escaleras donde el magnífico Mallerton de Sir Jeremy y Georgina estaba
colgado en la pared. Me encantaba mirar ese cuadro, y no era solo por el
tema o su técnica, que era impresionante, era la emoción que se expresaba
en él. Había un gran amor en esa familia. Sir Jeremy, con sus ojos azules y
su pelo rubio, miraba a su encantadora y bella Georgina con una expresión
que transmitía su profundo amor por ella. No sé cómo se las arregló
Tristan Mallerton para plasmarlo en un cuadro, pero sin duda había
captado el momento entre esos dos amantes de hacía tantísimo tiempo. Y
me dejaba sin aliento por su pureza.
Y luego estaban los hijos, un chico mayor y una niña más pequeña. La
niñita estaba sentada en el regazo de su madre, pero solo tenía ojos para su
padre. Me imaginaba cómo debía de haberla entretenido durante las largas
horas de posados para un retrato como este. Mis estudios de arte me habían
otorgado conocimientos sobre el tiempo necesario para crear un cuadro de
esta magnitud; debió de ser maravilloso. Una niña no miraría a nadie así a
no ser que lo sintiera. Esta pequeña quería a su padre, y había sido muy
querida por él. Igual que yo.
Te quiero muchísimo, papá…
Cuando le di la espalda al cuadro para seguir bajando, vi a Pedro
aguardándome al final de las escaleras. Me esperaba pacientemente como
si entendiera que necesitaba un momento y mi intimidad. Pedro parecía
reconocer mis estados de ánimo en momentos como este. Y si lo pensaba
bien, Pedro había sido el mejor regalo que mi padre me había hecho nunca.
Miguel Chaves, mi adorado y cariñoso padre, había mandado a Pedro Alfonso
 a buscarme en Londres para que pudiera rescatarme. Ahora
tenía el resto de mi vida para estarle agradecida por ello.
Gracias, papá. Miré a la niñita del cuadro y sentí una conexión con ella,
sin importar los siglos que nos separaban. Esperaba que la hija de Sir
Jeremy Greymont hubiese disfrutado de muchos años con su padre.
Veinticinco años era la cantidad de tiempo que me habían concedido a mí
con el mío y debía aceptarlo agradecida por ser un regalo tan valioso.
Me negaba a ponerme triste al pensar en mi padre el día de mi boda. Él
ahora era solo un pensamiento feliz para mí. Me quería y yo lo quería a él.
Aún estaba conmigo de alguna forma y yo aún estaba con él, y nada podría
arrebatarnos eso a ninguno de los dos.
—Mantén los ojos cerrados hasta que te diga que los abras, ¿vale? —
Aparqué el coche y fui hasta el lado de Paula para ayudarla a salir—. No
mires, señora Alfonso, quiero hacer esto bien.
—Tengo los ojos cerrados, señor Alfonso—dijo ella, de pie frente a
mí—. Mi regalo. Dámelo, por favor.
Lo saqué del asiento y se lo puse con cuidado en las manos. Pesaba poco,
era una caja negra plana con un lazo plateado.
—¿Lista?
—Sí —afirmó ella.
—Vale, mantenlos cerrados, que voy a cogerte en brazos y a llevarte.
—Suena muy tradicional —dijo.
—Me considero un tío tradicional, nena. —La cogí en brazos, con
cuidado para que no le arrastrara el vestido, y avancé por el camino de
grava de Stonewell Court. Las piedras crujían bajo mis pies y se oía el
sonido de las olas al romper en las rocas a lo lejos. El sitio era espectacular
y esperaba que le gustase. Todo estaba iluminado con antorchas y vasijas
antiguas y había velas que brillaban dentro de unos farolillos de cristal en
el suelo. Hasta la suite del último piso estaba iluminada. La suite de
nuestra noche de bodas.
—Escucho el mar —dijo contra mí mientras me acariciaba ligeramente
la parte de atrás de la cabeza una y otra vez con una mano.
—Ajá. —Me detuve donde me pareció el lugar perfecto para revelarle la
sorpresa—. Vale, hemos llegado a nuestro destino nupcial, señora
Alfonso. Voy a dejarte en el suelo para que puedas verlo bien —le
advertí antes de ayudarla a ponerse de pie. La coloqué frente a la casa y le
tapé los ojos con las manos.
—Quiero mirar. ¿Vamos a dormir aquí?
—No estoy seguro de si vamos a dormir mucho…, pero pasaremos aquí
la noche. —Le besé la nuca y aparté las manos—. Para ti, preciosa. Ya
puedes abrir los ojos.
—Stonewell Court. Sabía que estábamos aquí. Recordé el olor del mar y
el sonido de la grava cuando hemos entrado. Es tan hermoso…, no puedo
creerlo. —Abrió los brazos—. ¿Quién ha hecho esto para nosotros?
Aún no lo pilla. Le puse las manos en los hombros y le besé el cuello
desde atrás.
—Luciana, principalmente. Ha estado intentando hacer un milagro para
mí.
—Bueno, creo que lo ha conseguido. Me deja sin aliento. —Se giró para
mirarme—. Es el lugar perfecto para pasar nuestra noche de bodas —dijo
mientras se apoyaba en mi cuerpo.
Le cogí la cara con las manos y la besé con ternura, rodeados por el
resplandor de las antorchas y la brisa del océano.
—¿Te gusta?
—Más que gustarme. Me encanta que podamos estar aquí. —Se dio la
vuelta de nuevo y se apoyó en mí otra vez para mirar la casa un poco más.
—Me alegro mucho, señora Alfonso, porque después de estar aquí
juntos no podía quitarme este lugar de la cabeza. Quería traerte de vuelta
aquí. El interior necesita un poco de atención, pero está en perfecto estado
y tiene los cimientos sólidos, construidos sobre las rocas. Esta casa lleva
aquí mucho tiempo y espero que siga durante mucho más a partir de ahora.
Me saqué el sobrecito del bolsillo y lo pasé por detrás para sostenerlo
delante de ella y que lo pudiera ver.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Es nuestro regalo de bodas. Ábrelo.
Abrió la solapa y volcó el extraño surtido en su mano, algunas
modernas, otras muy viejas.
—¿Llaves? —Se dio la vuelta, sus ojos muy abiertos de la impresión—.
¡¿Has comprado la casa?!
No pude aguantarme la sonrisa.
—No exactamente. —Le di la vuelta para que mirase la casa otra vez, la
rodeé con los brazos desde atrás y apoyé la barbilla en su cabeza—. He
comprado un hogar para nosotros. Para ti y para mí, y para el melocotón, y
cualquier otra frambuesa o guisante que pueda llegar después. Este lugar
tiene muchas habitaciones donde ponerlos.
—¿De cuántas frambuesas estamos hablando? Porque estoy viendo una
casa muy grande que debe de tener montones de habitaciones que llenar.
—Eso, señora Alfonso, aún está por ver, pero puedo asegurarte que
me esforzaré al máximo por llenar unas cuantas.
—Ah, entonces ¿qué haces aquí fuera? ¿No sería mejor ponerse manos a
la obra? —preguntó con suficiencia.
La cogí apresuradamente y me puse a caminar. Rápido. Si ella estaba
preparada para la luna de miel, entonces yo no iba a ser tan tonto como
para demorar el asunto. Una vez más, no soy un idiota.
Mis piernas recorrieron el resto del camino a toda prisa y luego los
escalones de piedra de nuestra nueva casa de campo.
—Y la novia cruza el umbral —dije mientras empujaba la pesada puerta
de roble con el hombro.
—Te estás haciendo cada vez más tradicional, señor Alfonso.
—Lo sé. Y en cierto modo me gusta.
—¡Oh, espera, mi regalo! Quiero que tú también lo abras. Bájame. El
vestíbulo iluminado será perfecto para que las veas.
Me dio la caja negra con el lazo plateado, muy contenta y muy guapa
con su encaje de novia y el colgante en forma de corazón sobre la garganta.
Me vino a la mente el recuerdo de lo que tuvo que aguantar aquella noche
con Westman, pero lo aparté y lo mantuve lejos. No había cabida en este
instante para nada feo. Era un momento de alegría.
Abrí la tapa y saqué un papel de seda negro. Las fotografías que
aparecieron debajo casi hicieron que me diera un infarto. Paula preciosa
y desnuda en muchas poses artísticas, vestida solo con el velo de novia.
—Para ti, Pedro. Solo para tus ojos —susurró—. Te quiero con todo mi
corazón, con toda mi mente, con todo mi cuerpo. Ahora todo te pertenece a
ti.
Al principio me costaba hablar, así que simplemente me quedé
mirándola durante un momento y pensé en la suerte que tenía.
—Las fotos son preciosas —le dije cuando por fin pude articular las
palabras—. Son preciosas, nena, y ahora…, ahora entiendo el porqué. —
Paula necesitaba hacer hermosas fotos con su cuerpo. Era su realidad. Yo
necesitaba poseerla, cuidarla para complacer un requisito que controlaba
mi psique, mi realidad.
—Quería que tuvieses estas fotos. Son solo para ti, Pedro. Solo tú las
verás. Son mi regalo para ti.
—Apenas tengo palabras. —Eché un vistazo a las poses lentamente,
absorbí las imágenes y las saboreé—. Me gusta esta en la que estás
mirando por encima del hombro y el velo te cae por la espalda. —Estudié
la fotografía un poco más—. Tienes los ojos abiertos… y me estás
mirando.
Ella me sostuvo la mirada con sus hermosos ojos multicolor, que me
sorprendían todo el tiempo con sus cambios de tonalidad, y dijo:
—Te están mirando, pero mis ojos solo han estado realmente abiertos
desde que llegaste a mi mundo. Tú me lo diste todo. Tú me hiciste querer
ver lo que había a mi alrededor, por primera vez en mi vida adulta. Tú me
hiciste quererte a ti. Tú me hiciste querer… una vida. Tú fuiste el mejor
regalo de todos, Pedro Alfonso. —Levantó el brazo para tocarme
la cara y dejó ahí la palma de su mano, mostrándome con los ojos sus
sentimientos.
Le cubrí la mejilla con la mano.
—Igual que tú para mí, mi preciosa chica americana.
Besé a mi encantadora esposa en el vestíbulo de nuestra nueva casa de
piedra durante mucho tiempo. Yo no tenía prisa y ella tampoco. Teníamos
el lujo de la eternidad ahora mismo y nos lo tomaríamos como el precioso
regalo que era.
Cuando estuvimos preparados, la volví a coger en brazos; me encantaba
notar su suave peso descansar contra mi cuerpo y la tensión de mis
músculos mientras la llevaba escaleras arriba hacia la suite que nos
esperaba y donde no la soltaría en toda la noche. Me aferraría a ella para
salir a flote. El concepto tenía sentido para mí. No podía explicárselo a
nadie más, pero no necesitaba hacerlo. Sabía lo que significábamos el uno
para el otro.
Paula era mi mejor regalo. Era la primera persona que había visto mi
interior. Solo sus ojos parecían ser capaces de hacerlo. Solo los ojos de mi
Paula.

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