sábado, 8 de febrero de 2014

CAPITULO 3


Me quedé de piedra en mitad de la calle. Sabía quién me estaba
hablando aunque no había escuchado su voz antes. Me giré poco a poco
hasta quedarme frente a los ojos que se habían clavado en mí en la galería.
—No te conozco nada —dije.
Él sonrió y sus labios se levantaron más por un lado que por el otro
de su boca. Señaló su auto junto a la acera, un elegante Range Rover negro. El tipo de todoterreno que solo se pueden permitir los británicos
con dinero. No es que no hubiera notado antes de que él tenía dinero, pero
esto era jugar en otra liga.
Tragué saliva. Sus ojos eran azules, muy claros y penetrantes.
—¿Solo porque conoces mi nombre esperas que… que me monte en
un auto contigo? ¿Estás loco?
Caminó hacia mí y alargó la mano. —Pedro Alfonso.
Miré su mano con fijeza, tan sumamente elegante con el puño
blanco enmarcando la manga gris de su chaqueta de diseñador. —¿Cómo
sabes mi nombre?
—Acabo de comprar una obra titulada El reposo de Paula  en la
Galería Smith por una bonita suma de dinero hace menos de quince
minutos. Y estoy completamente seguro de que no tengo ninguna discapacidad mental. Suena más políticamente correcto que loco, ¿no
crees? —siguió con la mano extendida.
Extendí mi mano y acepté la suya. Oh, fue increíble. O quizá se me
había ido la cabeza porque le estaba dando la mano a un extraño que
acababa de comprar un cuadro de mi cuerpo desnudo. Pedro tenía un
pulso firme. Y sexy también. ¿Me lo había imaginado o me había acercado
a él? O quizá era yo la loca porque mis pies no se habían movido ni medio
centímetro. Sus ojos azules estaban más cerca de mí que hacía un
segundo y podía oler su colonia. Algo tan deliciosamente divino que era un
pecado oler tan bien y ser humano.
—Paula Chaves—dije.
Me soltó la mano. —Y ahora que nos conocemos… —continuó,
señalándome primero a mí y luego a sí mismo—, Alfonso, Pedro. —Señaló
con su cabeza hacia su Range Rover—. Ahora, ¿me dejas llevarte a casa?
Volví a tragar saliva. —¿Por qué te molestas tanto?
—¿Porque no quiero que te pase nada? ¿Porque esos tacones te
quedan estupendos pero debe de ser un infierno caminar con ellos?
¿Porque es peligroso para una mujer andar sola por la noche en medio de
la ciudad? —Sus ojos recorrieron mi cuerpo—. Sobre todo una mujer como
tú —Su boca se curvó ligeramente por un lado de nuevo—. Por muchas
razones, señorita Chaves.
—¿Y si no estoy a salvo contigo? —Enarcó una ceja—. Sigo sin
conocerte o sin saber nada de ti, o si Pedro Alfonso es tu verdadero
nombre. —¿Me acababa de poner mala cara?
—En eso tienes razón. Y es algo que puedo solucionar fácilmente. —
Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un carné de conducir
con su nombre, Pedro Alfonso. Me dio una tarjeta de visita con
el mismo nombre y en la que ponía «Seguridad Internacional Alfonso
S.A.» grabado en la cartulina—. Puedes quedártela —volvió a sonreír—.
Estoy muy ocupado con mi trabajo, señorita Chaves. No tengo tiempo
para que mi pasatiempo sea ser asesino en serie, te lo prometo.
Me reí. —Muy bueno, señor Alfonso—Me metí su tarjeta en el
bolso—. Está bien. Me monto. —Volvió a levantar las cejas y a sonreír otra
vez con la comisura de la boca.
Me estremecí por dentro por el doble sentido de «montar» e intenté
concentrarme en lo incómodos que eran mis zapatos como para andar
hasta la estación de metro y en lo buena idea que era dejar que me llevara
en su auto.
Me empujó suavemente con la mano en mi espalda y me dirigió
hasta la acera. —Entra. —Pedro dejó que me acomodara y luego caminó al
otro lado de la calle, deslizándose detrás del volante como una pantera.
Me miró y lado la cabeza. — ¿Y dónde vive la señorita Chaves?
—En Nelson Square, Southwark.
Frunció el ceño y luego apartó la cara para incorporarse a la
carretera.
—Eres americana.
¿Qué pasa? ¿No le gustaban los americanos?
—Estoy aquí con una beca de la Universidad de Londres. En un
programa de posgrado —añadí, preguntándome a mí misma por qué sentía
la necesidad de contarle mi vida.
—¿Y lo de ser modelo?
En cuanto me hizo la pregunta aumentó la tensión sexual. Hice una
pausa antes de responder. Sabía lo que estaba haciendo exactamente:
imaginándome en la foto. Desnuda. Y a pesar de lo incómoda que me
sentía, abrí la boca y le dije: —Esto, posé… posé para mi amigo, el
fotógrafo . Me lo pidió y me ayuda a pagar las facturas, ya
sabes.
—La verdad es que no mucho, pero me encanta tu retrato, señorita
Chaves. —Mantuvo la vista en la carretera.
Me puse tensa con ese comentario. ¿Quién demonios era él para
juzgar lo que hago para ganarme la vida?
—Bueno, nunca he tenido mi propia empresa internacional como tú,
señor Alfonso. Recurrí a lo de ser modelo. Me gusta más dormir en una
cama que en un banco del parque. Y la calefacción. ¡Los inviernos aquí
joden mucho! —El borde de mi voz era evidente hasta para mis propios
oídos.
—En mi opinión hay muchas cosas que joden. —Se giró y me lanzó
una mirada experta con sus ojos azules.
El modo en el que dijo «joden» hizo que me entrara un cosquilleo de
una manera que no dejaba lugar a dudas de lo buena que era mi
capacidad de fantasear. Puede que no tenga toneladas de experiencia
práctica entre las sábanas, pero mis fantasías no sufren ni un ápice por
falta de uso.
—Bueno, estamos de acuerdo en algo entonces. —Me llevé los dedos
a la frente y me la froté. La imagen de la polla de Pedro y la palabra «joder»
en el mismo espacio de mi cerebro eran excesivos en este momento.
—¿Dolor de cabeza?
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
Aminoramos la velocidad ante un semáforo y me miró; sus ojos
subieron de mis muslos a mi cara con un ritmo lento, medido. —Adiviné.
No has cenado, has tomado solo el champán que te bebiste de un trago en
la galería y ahora es tarde y tu cuerpo está protestando —volvió a levantar
las cejas—. ¿Me he acercado?
Tragué saliva, deseando beber agua desesperadamente. Bingo, señor
Alfonso. Me lee el pensamiento como si yo fuera un cómic barato.
Quienquiera que seas, eres bueno.
—Solo necesito dos aspirinas y un poco de agua y estaré bien.
Sacudió la cabeza. —¿Cuándo fue la última vez que comiste algo,
Paula?
—¿Volvemos a los nombres otra vez? —Me lanzó una mirada neutral
pero noté que estaba molesto—. Desayuné tarde, ¿De acuerdo? Me
prepararé algo cuando llegue a casa. —Miré por la ventana. La luz del
semáforo debió haber cambiado porque empezamos a avanzar de nuevo.
Los únicos sonidos los emitía su cuerpo cuando giraba al tomar la curva. Y
era un sonido demasiado sexy como para poder mi mirada apartada de él
durante mucho tiempo. Me arriesgué a mirarle. De perfil, Pedro tenía una
nariz bastante prominente, pero en él daba igual, seguía siendo muy
guapo.
Ignorándome y actuando como si no estuviera a medio metro de él,
condujo de manera eficiente. Pedro parecía conocer Londres, porque no
me pidió en ningún momento ninguna indicación. Sin embargo, podía
olerle y la fragancia me afectaba a la cabeza. Realmente necesitaba salir de
ese coche.
Hizo un ruido brusco y se detuvo en una pequeña tienda de
comestibles. —Quédate aquí. Solo será un minuto. —Su voz sonó un poco
tensa. Mucho más que un poco, de hecho. Todo en él encerraba tensión.
Y autoridad. Como si te dijera lo que tenías que hacer y que ni se te
ocurriera llevarle la contraria.
La calidez de su coche y su acogedor asiento de cuero eran muy
agradables bajo la fina falda que llevaba puesta esa noche. Pedro tenía
razón sobre una cosa: me habría muerto caminando hasta el metro. Por lo
que aquí estaba yo, sentada en el vehículo de prácticamente un extraño
que me había visto desnuda, que casi me obligó a llevarme en coche y que
ahora salía de la tienda con una bolsa en la mano y una mirada seria.
Toda la situación era más que rara.
—¿Qué necesitabas comprar?
Me acercó con decisión una botella de agua a la mano y abrió un
sobre de aspirinas. Cogí las dos cosas sin decir ni una palabra, sin
importarme que me observara tomarme de un trago las pastillas. El agua
desapareció en menos de un minuto. Luego me puso una barrita de
proteínas en la rodilla.
—Cómetela ahora—su voz tenía ese tono de «conmigo no se juega»—.
Por favor —añadió.
Suspiré y abrí la barrita energética de chocolate blanco. El crujido
del envoltorio llenó el silencio del coche. Le di un mordisco y mastiqué
despacio. Sabía de maravilla. Lo que me trajó era lo que necesitaba.
Desesperadamente.
—Gracias —susurré sintiéndome de repente muy sensible y con
unas ganas de llorar cada vez más fuertes. Me contuve lo mejor que pude.
También mantuve la cabeza gacha.
—Un placer —contestó con suavidad—, todo el mundo necesita lo
básico, Paula. Comida, agua… una cama.

1 comentario: