viernes, 21 de marzo de 2014

CAPITULO 134





El pelo de su barba jugaba con mi piel. Una lengua cálida se movía
alrededor de mi pezón convirtiéndolo en un duro y sensible bulto. Me
arqueé hacia su boca y gemí de placer, lo que parecía excitarle más.
Alguien estaba bien despierto y dispuesto a hacer que me corriese antes del
desayuno. La mejor manera de empezar el día.
Abrí los ojos y le miré fijamente; mi despertar era como una señal de
tráfico dando permiso para seguir adelante. Me encantaba despertarme con
Pedro así: su peso apretándome, sus caderas colocadas entre mis piernas,
sus manos clavando las mías a la cama. Sus ojos se encendieron cuando me
llenó con una decidida estocada. Expresé mi placer y me arqueé para
juntarme a él todo lo posible. Poseyó mi boca con su lengua y encontró
otra parte de mi cuerpo que reclamar.
Me gustaba que Pedro me reclamara. Me encantaba.
Se movió despacio y constante, marcando el ritmo con las profundas
embestidas que terminaban con un pequeño giro de cadera. Contraje los
músculos internos, sabedora de que le ayudaría y me llevaría al clímax más
rápido. Lo deseaba con todas mis fuerzas últimamente.
—Aún no, nena. Tienes que esperarte esta vez —me dijo gruñendo—,
me correré contigo, y yo te diré cuándo.
Cambió nuestra posición rápidamente, colocándome a mí arriba, pero no
estaba satisfecho con que yo le cabalgara. Pedro se incorporó, se sentó y
me agarró fuerte de las caderas para poder maniobrar conmigo sobre su
sexo, empujándome muy profundo con cada movimiento, nuestras caras a
meros milímetros y nuestros cuerpos conectados. Él podía ver todo lo que
decían mis ojos: cuánto le amaba, cuánto le necesitaba, cuanto le deseaba.
—Ooooh, Dios… —Me estremecí, intentando desesperadamente
controlar el placer que estaba a punto de consumirme, consciente de que
resultaba imposible porque Pedro era un maestro en el arte de dármelo. Era
un maestro también dirigiendo el sexo. Su naturaleza dominante brotaba
con toda su fuerza, controlando cuándo correrme. Me hacía esperar. Hoy
era una de esas ocasiones. Sin embargo, no tenía dudas de adónde me
llevaría. La espera solo hacía que lo que viniese al final fuese mucho
mejor.
—Cuando estoy dentro de ti es como estar en el paraíso —dijo; acto
seguido sus labios encontraron de nuevo los míos y sus palabras quedaron
silenciados por el momento—. Estás tan húmeda para mí… y tu sexo tan
contraído… Adoro tu coño, nena. —Esperaba esa parte del ritual en la que
me decía cosas obscenas. Nada me excitaba más que lo que salía de su
boca. Bueno, tal vez lo que de hecho hacía con ella. Y con su pene. Pedro
podía soltar la palabra «coño» y conseguir que no sonase sucia. De todas
formas, esa palabra no tenía el mismo significado entre los británicos. No
era tan horrible como en Estados Unidos. Los comentarios eróticos de
Pedro me volvían loca de deseo.
Le dejé entrar en mí y que me poseyese, y sentí cómo la fusión de
nuestras lenguas cobraba intensidad a medida que adentraba su sexo en mí
y controlaba mis movimientos, levantándome y dejándome caer una y otra
vez contra su excitado pene. Noté cómo se endurecía y recé para que se
ahogara dentro de mí.
—Por favooor… —rogué con un gemido que él acalló con su boca y su
lengua.
—¿Mi preciosa quiere correrse?
—Sí, ¡me muero de ganas!
Sus manos abandonaron mis nalgas, desde las que me había ido
dirigiendo, y subieron para pellizcarme los pezones.
—Di mi nombre cuando lo hagas. —Las agudas sensaciones me
invadieron, dejando salir la enorme ola de placer que había estado
conteniendo y permitiendo que me inundara.
PedroPedroPedro… —grité, y me derrumbé sobre él, sin ser capaz
de controlar mi cuerpo. Perdí la conciencia tras eso, pero me di cuenta de
cómo se corría. Oí sus duros gruñidos y sentí el calor de su eyaculación
emanando en mi interior, lo que me hizo recordar que así fue cómo
concebimos a nuestro bebé. Justo así. Nuestros cuerpos conectados en un
frenesí maravilloso hasta que el nirvana ocurrió y nada más importó.
Me levantó y giró la cadera despacio para recibir los últimos momentos
de placer de este encuentro. Ronroneé contra su pecho sin querer moverme
de ahí. Nunca.
—Buenos días, señora Alfonso —dijo mientras sonreía con dulzura.
—Mmmmm…, lo han sido, ¿verdad que sí? —Me moví sobre sus
caderas y me contraje aún excitada, alrededor de su sexo, dentro de mí—.
Todavía no soy la señora Alfonso.
—Cuidado, preciosa —jadeó—. No te deshagas de mí antes de que
pueda convertirte en una mujer honrada.
Me reí.
—Creo que yo corro más peligro que tú. Dios, me vuelves loca. —Le
acaricié los labios y la nariz con la mía, disfrutando del tiempo que
pasábamos juntos y de la idea de que Pedro era totalmente mío durante un
ratito antes de que tuviese que irse a trabajar.
Se encontraba tan tenso con las Olimpiadas y trabajaba tanto que yo
estaba decidida a ayudarle en lo que pudiese. Empezar el día con sexo
maravilloso era una de las formas, y yo también disfrutaba de sus
beneficios.
—Me encanta volverte loca. Te quiero. —Me besó suave y dulcemente
—. Y serás la señora Alfonso dentro de nada, así que tal vez deberías
acostumbrarte a que te lo llame.
—De acuerdo, creo que puedo hacer eso por ti. —Extendí la mano
izquierda, miré el anillo otra vez y me fijé en que el morado oscuro de la
piedra parecía casi negro con la luz gris de la mañana—. Y yo también te
quiero. —Aún me asombraba un poco verlo ahí, en mi mano. Estaba
comprometida con Pedro y de verdad íbamos a casarnos. Y de verdad iba a
tener su bebé. ¿Cómo ha podido pasar todo esto? Seguía teniendo que
recordarme que no se trataba de un sueño.
—¿De verdad te gusta el anillo? —me preguntó suavemente—. Sé que te
gustan antiguos y este era tan poco usual que pensé que te gustaría más que
uno moderno. —Tenía mi cara entre sus manos y me acariciaba las
mejillas con el pulgar—. Pero si quieres uno distinto, tan solo dilo. Sé que
no es un anillo de pedida convencional y quiero que estés feliz.
Me cubrí la mano izquierda con la derecha de forma protectora.
—Me encanta mi anillo y nunca lo vas a recuperar —bromeé—
—¿Bien?
—Muy bien, señor Alfonso. Tiene un gusto exquisito para los
regalos, que son demasiado lujosos pero que me encantan igualmente. Me
estás malcriando.
Movió las caderas bajo mi cuerpo, recordándome que aún estábamos
unidos.
—Tengo derecho a hacerlo, y no he hecho más que empezar, nena.
Espera un poco —contestó guiñándome un ojo.
—Yo no te he hecho ningún regalo —dije mientras tiraba de las sábanas
amontonadas bajo mis rodillas.
—Mírame. —Su voz era seria y había dejado de bromear.
Alcé la mirada y me encontré con sus ojos de un azul centelleante.
—No digas eso. No es cierto. Tú me has dado esto. —Me cogió la mano
y la posó sobre su corazón—. Y esto. —Colocó su mano sobre la mía—. Y
esto. —Colocó nuestras manos sobre mi vientre y las dejó ahí—. No hay
regalos mejores, Paula.

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