lunes, 17 de marzo de 2014
CAPITULO 120
Cuando abrí la puerta del baño para salir, con la prueba de embarazo en
la mano, Pedro aún estaba donde le había dejado cuando la cerré en su
sonriente cara. Dios, cómo le quería por intentar bromear y hacer que esta
estresante situación fuera un poco más llevadera. Por lo que veía, diría que
estaba llevando la posibilidad de ser padre muy bien.
De hecho, casi parecía desear que estuviese embarazada. Me preguntaba
por qué, y definitivamente podía decir que en esto él y yo no teníamos la
misma mentalidad en absoluto. Para nada. Pedro era mucho mayor. Ocho
años mayor. Años que marcaban una gran diferencia cuando nos
enfrentábamos a las inminentes posibilidades del matrimonio y una
familia. La vida estaba pasando demasiado rápido y me aterrorizaba. Lo
único que me impedía volverme loca era su actitud ante la situación de que
podíamos hacer esto.
Aún no sabía realmente cómo era posible que me hubiese quedado
embarazada. Tenía unas cuantas preguntas para mi médico, eso estaba
claro. Como, por ejemplo, ¿cómo narices pueden fallar las píldoras
anticonceptivas cuando nunca se me ha olvidado ninguna y llevaba años
tomándomelas religiosamente?
Me rodeó con el brazo y me acompañó con el aparato del suero de vuelta
a la cama.
—¿Has estado aquí esperando? —Le eché una mirada furtiva.
—Por supuesto que sí —dijo Pedro, y me cogió la barbilla y la mantuvo
elevada para que mis labios se encontraran con los suyos en un beso lento,
deliberado y muy apasionado. Lo necesitaba. Siempre parecía saber cuándo
precisaba afecto y consuelo y era muy generoso repartiéndolo.
Le puse el test de embarazo en la mano y observé cómo se le abrían los
ojos.
—Quiero que lo mires tú primero. Lo miras y luego me lo dices. Tarda
unos minutos en dar el resultado. —Mi voz sonaba trémula, así era como
me sentía.
Él me sonrió.
—Vale. Puedo hacerlo. Pero primero mi chica tiene que volver a la
cama.
Me besó en la frente y luego dejó el test en la mesilla de noche y ahí se
quedó. Me metió en la cama, se volvió a quitar los vaqueros y trepó junto a
mí. Me acercó a él y nos acomodó igual que estábamos antes. Apoyé la
cabeza en su pecho y puse una mano sobre sus duros músculos. Tenía
mucho que decir, pero apenas sabía por dónde empezar. Mejor hacerlo por
la parte más importante de mi discurso.
—¿Pedro?
—¿Sí?
—Te quiero mucho.
En el instante en que susurré esas palabras todo su cuerpo se relajó. Noté
cómo su dureza se ablandaba y supe que había estado esperando que
hiciera esa declaración, probablemente desde hacía bastante tiempo, a lo
largo de las muchas horas de este día-barra-pesadilla. Sabía que no podía
decir esas palabras tan a menudo y con la facilidad de Pedro y, aunque
trataba de demostrárselo, me di cuenta de que se lo ocultaba un poco, y no
estaba bien hacerle eso. Me esforzaría por él.
—Yo también te quie…
Lo hice callar con los dedos sobre sus labios y levanté la cabeza.
—Sé que me quieres. Me lo dices todo el tiempo. Se te da mejor que a
mí expresar tus sentimientos y quiero que sepas que me doy cuenta. Lo veo
en cómo me cuidas y en cómo me tocas y en cómo me lo demuestras
estando ahí cuando te necesito. —Respiré hondo.
—Paula…, es la única forma…
—Por favor, déjame terminar. —Volví a poner los dedos en sus labios
—. Necesito decir esto antes de que miremos el test de embarazo y me
derrumbe por completo, porque estoy segura de que lo haré sea cual sea el
resultado.
Sus ojos azules decían infinidad de cosas, aunque su boca se mantuviera
cerrada. Me besó los dedos, que aún cubrían sus labios, y esperó a que
continuara.
Volví a respirar hondo.
—Es la última vez que salgo huyendo de ti. No volveré a hacerte daño
con un «Waterloo». Ha sido horrible marcharme así y estoy muy
avergonzada por haber sido tan débil y egoísta. He actuado como una
niña y ni siquiera puedo imaginar lo que tu familia piensa de mí ahora
mismo. Deben de estar rezando para que no esté embarazada, y solo se
trata de una gripe horrible, porque estoy segura de que me ven como una
loca americana que está intentando echarte el anzuelo…
—No. No, no, no, no, no piensan eso —interrumpió él mientras sus
labios encontraban los míos y silenciaban mi discurso para siempre. Me
hizo rodar debajo de él, con mucho cuidado con mi muñeca izquierda, y me
estiró el brazo hacia arriba para que no me lo golpeara. Muy propio de
Pedro. Hacerse cargo de mí de la única forma que sabía… y de la forma en
que lo necesitaba. ¿Cómo lo sabía siempre?
Me besó concienzudamente, me inmovilizó debajo de él y se adentró
hondo con la lengua, haciendo un movimiento circular una y otra vez
alrededor de la mía. Se apoderó de mí la misma maravillosa sensación de
ser invadida que tenía cada vez que estábamos juntos. Su necesidad de
estar dentro de mí sumada a mi necesidad de tenerlo allí.
Levantó la cabeza y me mantuvo debajo de él, apoyando su cuerpo con
una mano y sosteniéndome la barbilla con la otra. Ahora tenía la cara seria.
—Sé la verdad, Pedro. He estado contigo desde el primer día,
¿recuerdas? Sé lo mucho que tuve que esforzarme para conseguirte. —
Agachó la cabeza y arrastró su barba incipiente por mi cuello para
lamerme debajo de la oreja—. Te deseaba entonces, te deseo ahora y te
desearé siempre —susurró entre mordisquitos por el cuello y la garganta,
mientras volvía a mi boca para devorarme otra vez.
Florecí bajo sus íntimas caricias y encontré la forma de llegar a donde
necesitaba estar.
Él retrocedió y sus hermosas y duras facciones reflejaron las sombras de
la única lámpara de la habitación. Y allí mismo, a altas horas de la noche,
sumidos en una situación que tenía el poder de cambiar nuestras vidas para
siempre, mi Pedro pronunció las palabras más perfectas que existen.
—Ojalá pudiera hacerte el amor ahora mismo. Ahora. Antes de que
sepamos lo que dice…, porque no cambiará nada de lo que siento aquí…
por ti. —Me cogió la mano derecha y se la puso en el corazón.
—Sí, por favor —alcancé a decir antes de caer en un lugar tan profundo
de mi amor por él que me dejaba expuesta. Lo que teníamos él y yo era
verdaderamente irreversible.
Se levantó y se sentó sobre sus rodillas. Sus penetrantes ojos azules me
pedían permiso, porque así es como él era siempre conmigo. Pedro sabía lo
que quería y lo tomaría de mí, pero necesitaba saber si yo estaba dispuesta.
Lo estaba. No hubo intercambio de palabras porque no eran necesarias.
Realmente no.
Levanté el otro brazo despacio para igualarlo con el izquierdo y arqueé
la espalda para ofrecerme a él como sé que le encanta. Me entregué a su
cuidado y sabía que nos llevaría a un lugar donde podríamos estar así
juntos de la forma que entendíamos tan bien.
Se quitó la camiseta y la tiró. Mis ojos se empaparon de sus esculturales
abdominales y las sólidas curvas de sus deltoides y bíceps. Podría mirarle
durante horas y nunca me cansaría.
Tiró de mi camiseta hacia arriba, me la pasó por encima de la cabeza y
la dejó apelotonada alrededor de mi brazo izquierdo. Tendría que quedarse
ahí, porque yo seguía conectada a la vía. Bajó las manos, planeando sobre
mi piel, sin tocarla mientras me miraba de arriba abajo. Me recordaba a un
pianista justo antes de empezar a tocar una pieza. Era precioso de ver.
Se inclinó sobre mí, empezando por el hueco de la garganta y siguiendo
a continuación hacia abajo tan lejos como pudo. Arrastró su lengua
despacio sobre mi esternón, por mi estómago y hasta mi ombligo, donde
prestó especial atención a la hendidura. No se acercó a mis pechos y esa
obvia evasión me hizo vibrar por él, mi cuerpo totalmente encendido
anhelando sus caricias.
Levantó la vista de mi ombligo justo antes de alcanzar la cinturilla de
mis mallas. Descendió con la lengua mientras sus manos me bajaban las
mallas, trazando una línea recta, para lamerme el sexo. Su lengua empujó
entre los pliegues y encontró mi clítoris excitado y deseoso de él. Me
doblegué fuera de la cama y gemí mientras me devoraba con sus labios y
su lengua hasta el borde del orgasmo.
—Todavía no, preciosa —dijo con voz ronca contra mi sexo,
aminorando los golpes de su lengua para mantenerme al borde del clímax
sin llegar a alcanzarlo. Apoyó la palma de la mano sobre mi estómago y
con la otra se las arregló para quitarme del todo las mallas con un poco de
ayuda de mis caderas elevadas.
Me separó una pierna, la levantó con una mano a la vez que emitía un
sonido de puro deseo carnal y miró cómo me abría para él, con la otra
mano aún colocada sobre mi vientre. Pedro me tenía totalmente expuesta y
desnuda, inmovilizada bajo sus manos, cuando descendió otra vez y hundió
la lengua dentro de mí y me penetró tan hondo como pudo. Hizo magia con
esa lengua suya y me sentí caer al vacío a medida que mi cuerpo rozaba el
orgasmo. Podría haber muerto si no me lo hubiese dado.
—Dímelo ahora —ordenó con una brusca respiración junto a mi sexo.
De nuevo lo entendí. Sabía exactamente lo que quería escuchar.
—¡Te quiero, Pedro! Te quiero. Te quiero mucho… —declaré entre
sollozos, apenas capaz de formar palabras perceptibles.
Pero me escuchó.
Pedro envolvió su perfecta lengua alrededor de mi perla y lamió fuerte.
Exploté como una bomba nuclear, despacio al principio y luego una pausa
de ebullición antes del estallido incendiario que me hizo pedazos. Pedazos
de mí que solo un hombre podía recoger y ensamblar de nuevo. Solo Pedro
podía hacerlo. Esta verdad la entendía incondicionalmente. El único que
tenía el poder de desarmarme era el mismo que poseía el poder de volver a
recomponerme.
Los ojos azules de Pedro planeaban sobre mí cuando abrí los míos.
Había vuelto a ascender por mi cuerpo, su mano donde acababa de estar su
boca: sus largos dedos se deslizaban lentamente dentro de mí mientras el
pulgar presionaba el núcleo de emociones y desencadenaba una ardiente
sensación de placer.
Seguí flotando, aún respirando con dificultad, mirando y aceptando su
beso y sus íntimas caricias. El sabor a mí en sus labios siempre me hacía
sentir querida. Como si quisiera compartir su experiencia conmigo. Sacó
los dedos de donde habían estado clavados, los sumergió, curvados, en mi
boca y los deslizó por la lengua. Era intimidad añadida a más intimidad.
Pedro me susurró cosas eróticas sobre el aspecto que tenía, sobre mi olor,
mi sabor y sobre lo que me iba a hacer a continuación.
Pero yo estaba impaciente por recibir más, especialmente porque sentía
su sexo duro y enorme contra mi pierna y me había dado cuenta de que se
había quitado los calzoncillos en algún momento. Intenté acercarme
girando las caderas contra su rígido miembro. Él se rio entre dientes y
susurró algo sobre que se tomaría su tiempo para dármelo.
Volví a pensar que para entonces podría estar muerta.
—Mi Pedro… —Intenté tocarlo con la mano, pero él me arrastró el
brazo de vuelta por encima de mi cabeza y me echó una mirada que no
necesitó traducción. Giré la cabeza de un lado a otro, necesitaba más y
estaba desesperada.
—Dime lo que quieres —canturreó contra mi cuello.
Me arqueé otra vez, tratando de unirnos, pero Pedro controlaba la
velocidad.
—Quiero…, quiero sentirte dentro de mí —le supliqué.
—Mmmm…, lo tendrás, nena —cantó con voz ronca—. Ahora lo
tendrás. Voy a darte mi polla muy…, muy… despacio. Tan despacio y
profundamente que sentirás cada molécula mía… dentro de ti.
Me moriría.
Noté que cambiaba de posición entre mis piernas y me abría más, su
dura envergadura ya balanceándose lentamente contra mi piel empapada,
pero aún sin penetrarme. Sabía lo que estaba haciendo. Estaba saboreando,
prolongando la expectación, regalándome cada pequeña sensación de tacto
y placer, tan despacio, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo.
Tenía a un dulce y muy paciente Pedro amándome esta noche.
Se apoyó con las manos y fue contoneando las caderas poco a poco con
un movimiento lento y controlado mientras la punta de su pene me
embestía con golpes minúsculos y besaba mi acalorado sexo una y otra y
otra vez. Su cuerpo palpitaba sobre mí y nos miramos a los ojos
enardecidos cuando agachó la cabeza para juntar su frente con la mía. Solo
una vez que establecimos esa conexión empujó con fuerza dentro de mí
hasta el final y sucumbió a la consumación del acto, enterrándose todo lo
que pudo mientras el jadeo más erótico salía de su garganta.
Grité por la gloria del momento.
Pedro encontró de nuevo mis labios y hundió la lengua al ritmo de las
elegantes embestidas de su sexo, tomándose su tiempo para llevarme con
él. Sabía que aguantaría hasta que me volviera a correr o estuviese a punto.
Su ritmo se incrementó de forma constante y contraje los músculos
internos todo lo que pude a su alrededor, intentando abarcar cada pedazo de
él. Supe que estaba funcionando cuando se tensó aún más y empezó a
respirar con brusquedad con cada empujón. Los sonidos que emitía me
parecían preciosos y se me metían en la cabeza junto con los apasionantes
latidos de mi sexo propulsándome hacia otro clímax.
Cuando me cubrió un pezón con la boca y tiró del otro con un suave
pellizco de repente sentí que me estrellaba incontrolablemente como hace
un maremoto, llevándoselo todo a su paso. Pedro me miró fijamente
mientras estallaba con un rugido estremecedor y me llenaba de calientes
ráfagas con unas últimas acometidas furiosas y rápidas antes de aminorar
la velocidad a suaves rotaciones que sonsacaron las últimas gotas de placer
entre nosotros hasta caer en una calma total.
Ahora estaba llena de él y no quería que esa sensación desapareciera.
Deseaba quedarme así para siempre. En ese momento me parecía que para
siempre era una maravillosa posibilidad.
Pero él rodó hasta quedarse boca arriba y me llevó con él hasta que
estuve encima, mi muñeca izquierda completamente intacta después de
todo lo que habíamos conseguido. Ahora me permitió usar las manos para
tocarlo. Se las puse en el pecho y las extendí, sintiendo los fuertes latidos
de su corazón contra mis palmas.
Él me cogió la cara y me besó durante un rato, mientras me susurraba
que era suya, lo mucho que me quería independientemente de lo que
sucediera en nuestras vidas y que nunca dejaría de quererme. Me pasó la
mano por la espalda, siguiendo la columna vertebral arriba y abajo.
Después conmigo aún en sus brazos, murmuró con un suave roce de sus
labios con los míos:
—No te duermas todavía.
—No lo haré.
—¿Estás preparada?
Asentí con la cabeza y susurré:
—Sí.
—Y nada nos va a cambiar.
—Nada cambiará que nos queremos —aclaré.
—Desde la primera vez que te escuché hablar supe que además de
belleza tenías cerebro —dijo guiñándome el ojo.
Alcanzó la prueba de embarazo, que descansaba en la mesita, y la puso a
la luz.
Se me aceleró el corazón, y no era por los preciosos orgasmos.
—Sale un signo menos para negativo y un signo más para positivo —
solté.
Pedro me miró levantando una ceja.
—Gracias por la aclaración. Creo que esa parte me la podría haber
imaginado, nena.
Dirigió la vista hacia el test de embarazo con los ojos entornados.
Apoyé la mejilla en su pecho y traté de respirar.
Miró el test y luego sus manos empezaron a moverse lentamente arriba y
abajo por la curva de mi columna como antes.
Me pareció que habían pasado siglos, pero él se mantuvo en silencio
mientras me acariciaba la espalda distraídamente con la mano, aún
conectados, su sexo todavía enterrado dentro de mi cuerpo incluso en su
estado medio duro, hasta que no pude soportar otro segundo de espera.
—¿Qué dice? —susurré.
—Tienes que mirarme.
La falta de confianza en mí misma que había conocido durante años, con
la que tenía una relación estrecha y personal, volvió sigilosamente para
sembrar el caos en todas las buenas sensaciones que acabábamos de
disfrutar juntos. Ese miedo casi me paralizó, pero Pedro no lo permitiría.
Continuó acariciándome, e incluso me dio algún empujoncito para
liberarme del miedo que me inmovilizaba.
—Olvídate de todo lo demás y mírame, Paula.
Tomé un trago de valentía y levanté la vista.
Desde el primer momento que conocí a Pedro, sus sentimientos siempre
fueron evidentes, desde las expresiones de su cara al tono de su voz y su
lenguaje corporal. Resultaba fácil saber si estaba satisfecho, molesto,
relajado, excitado o incluso contento. La expresión de Pedro contento no
era muy frecuente, pero la había visto lo suficiente como para reconocerla.
Cuando miré a la cara que me estaba mostrando ahora, estuve segura de
una cosa.
Mi Pedro estaba contento, realmente contento por el hecho de que iba a
ser padre.
domingo, 16 de marzo de 2014
CAPITULO 119
Mientras bajaba las elegantes escaleras respiré tranquilo por primera vez
en horas. Bueno, tal vez tranquilo no era la palabra más indicada, pero el
terror que me había estado presionando como un yunque en el pecho se
había aliviado lo suficiente como para permitirme respirar sin dolor físico.
Por un lado, ella había vuelto al mundo de los vivos. Por otro, éramos de
la misma opinión en cuanto a embarazos no planeados. Del resto
tendríamos que encargarnos paso a paso.
El primer paso era encontrar el otro test de embarazo.
No estaba en el baño donde lo había visto por última vez y eso tenía
sentido, ya que esta casa funcionaba como un hotel la mayor parte del
tiempo. Luciana no dejaría algo así en una habitación donde los huéspedes
pudieran encontrarlo. No esperaba que estuviese allí de ninguna forma.
Lo siguiente fue la cocina. Tenía una idea de dónde podía haberlo
puesto, así que encendí las luces. La despensa era enorme, con una pared
entera dedicada a artículos no comestibles y suministros para el negocio.
Examiné cada estante y entonces, bingo, ahí estaba. La caja que había
comprado en la farmacia de Kilve ese día se encontraba en la repisa con los
jabones. Leí el paquete otra vez. «Fiabilidad superior al 99 por ciento» y
«Tan preciso como una prueba médica» tenían que significar algo, ¿no?
Cuando me volví para salir de la cocina pasé por la estantería donde
estaba la fotografía de mi madre con Luciana y conmigo. Me detuve y la
cogí. Mientras estudiaba la imagen, me di cuenta de que esta era la forma
en que siempre la imaginaba. Su belleza había sido capturada en esa foto
por última vez antes de que se marchase y se convirtiese en otra cosa. Miré
la imagen de mí mismo con cuatro años, cómo me apoyaba en ella y cómo
ella me tocaba, mi mano en su pierna, y me pregunté si alguna vez le dije
que la quería. Lo había hecho en mis sueños y en mis rezos, por supuesto,
pero me preguntaba si en alguna ocasión le había dicho a ella esas palabras
para que las escuchara de mi boca. Pero no había nadie a quien se lo
pudiera consultar. Y aunque lo hubiera, no creo que pudiera hacerle esa
pregunta. Sería cruel obligar a mi padre o a Luciana a recordar algo así.
Pensé hacia dónde me dirigía y lo que Paula y yo estaríamos haciendo
dentro de unos minutos y deseé con todas mis fuerzas que mi madre
hubiera podido vernos juntos. Que pudiera llamarla y decirle: «Tengo
noticias, mamá, y espero que te alegres al escucharlas».
Acaricié con el dedo la imagen de su preciosa cara y la volví a dejar en
la estantería. De alguna forma sentía que la conexión estaba ahí y que era
posible que ella supiera todo sobre mí. Guardé esa esperanza cerca de mi
corazón mientras apagaba la luz y regresaba al piso de arriba con mi chica.
Paula estaba sentada en la cama, preciosa y nerviosa, y el impulso
protector que emanaba de mí era tan intenso que me obligó a hacer una
pausa. Y me di cuenta de algo importante. Supe en ese momento que
cualquiera que se atreviera a intentar hacerle daño a ella o a nuestro
posible hijo tendría que matarme a mí primero para llegar a ellos. Guau.
No le di importancia porque de todas formas me daba igual. Si alguna vez
le pasaba algo yo estaría acabado. Esa era mi verdad.
—¿Lo has encontrado? —preguntó ella con su dulce voz.
Agité la caja con la mano delante de mí mientras me acercaba.
—El test desaparecido.
—Vale, estoy preparada —dijo en voz baja, y alargó la mano.
Puse la caja en su regazo y le cogí la mano derecha. En vez de besarle el
dorso, le di la vuelta y presioné mis labios en su muñeca. Podía sentir latir
su pulso. Sus ojos se llenaron de lágrimas, así que sonreí y le dije la
verdad:
—Todo saldrá de la forma en que tenga que ser, cariño. No tengo
ninguna duda.
—¿Cómo puedes no tener dudas?
Me encogí de hombros.
—Solo sé que vamos a estar juntos, y si esto es parte de nuestro futuro,
entonces mejor será que sigamos adelante con ello. —Aparté las mantas y
la ayudé a salir de la cama.
—Puedo andar —me dijo—. Y te prometo que esta vez saldré por la
misma puerta por la que entre. —Miró al suelo, avergonzada.
En ese momento podía permitirme ponerme chulo, así que aproveché la
oportunidad aunque me convirtiese en un cretino.
—Sí, estoy bastante seguro de eso, preciosa. Me temo que te costaría
mucho bajar las escaleras con ese aparato sin que yo me diera cuenta.
Perdió la vergüenza de inmediato y me miró con sus preciosos ojos
enfurecidos.
—Se me está ocurriendo un buen uso para ese aparato.
—Esa es mi chica. —La llevé hasta el baño, ayudándola con el aparato
del suero, incapaz de cerrar la bocaza—. En realidad es un aparato muy
fino, ¿sabes? Probablemente tiene bastantes usos prácticos…
Ella me cerró la puerta del baño en la cara y me dejó de pie al otro lado
por segunda vez, a la espera de una información que ahora deseaba que
fuese positiva. Es raro, pero desde el principio acepté la idea, casi desde
que la insinuaron. La idea de un bebé era una perspectiva abrumadora,
claro, pero éramos personas inteligentes y teníamos más a nuestro favor
que la mayoría de la gente cuando empieza una familia. Nuestro hijo nos
afianzaría de una forma más sólida, y eso era algo precioso a mis ojos.
Sabía lo que me decía, aunque no pudiese admitírselo a una sola persona en
este mundo. Si he dejado embarazada a mi chica y hemos hecho un bebé
juntos y está creciendo dentro de ella ahora mismo, entonces nunca la
perderé, nunca me dejará, nada podrá alejarla de mí.
No concebía que nada ni nadie pudiese cuestionar mi lógica. Una vez
más, tenía mucho sentido para mí.
CAPITULO 118
Abrí los ojos y encontré a Pedro dormido en el sillón que estaba junto a
la cama. Tenía los brazos cruzados y las largas piernas estiradas en la
otomana a juego. Era tan guapo que casi me dolía mirarle mucho rato. Aún
estaba asombrada de que hubiese venido a buscarme. ¿Cómo podía querer
esto? ¿Cómo era posible? ¿Por qué no estaba huyendo a toda prisa?
Sentí algo raro en el brazo izquierdo y averigüé por qué en cuanto vi que
tenía un tubo que llevaba directo a la bolsa de suero que colgaba de uno de
esos aparatos con ruedas.
Me senté en la cama y miré el reloj para ver la hora. ¿Cuánto tiempo
había estado dormida? En el reloj eran poco más de las diez y media. Los
acontecimientos de la tarde se me vinieron encima en una repentina oleada
y me preparé para más dolor y sufrimiento, pero nunca llegó. Supongo que
tanto correr, llorar y vomitar me había dejado sin capacidad de reacción.
En su lugar, estaba calentita en una cómoda cama con Pedro cuidándome y
con una vía en el brazo. Bueno, eso daba un poco de miedo. Mi estado
cuando Pedro me trajo aquí debía de ser horrible si necesitaba suero
intravenoso.
Me acomodé bajo las mantas y me di el gusto de mirarle dormir en el
sillón. No podía ser muy cómodo para él. Pobrecito. Debía de estar
exhausto por todo lo que había pasado y todo lo que habíamos hecho en el
último día y medio.
Aún no estaba preparada para enfrentarme a todo, pero me sentía mucho
mejor de lo que lo había estado en horas y… a salvo. Muy a salvo con los
cuidados de Pedro, de la forma en que me había hecho sentir desde la
noche que le conocí y me llevó a casa en su coche. Me dejé llevar por el
sueño otra vez, contenta de saber que, al menos por ahora, no estaba sola.
La siguiente vez que me desperté, el sillón de Pedro estaba vacío. El
reloj de la mesilla marcaba poco más de la una y cuarto de la madrugada,
así que supuse que debía de haberse ido a la cama. Otra cama. En algún
otro lugar. Respiré hondo y traté de aguantar el tipo. Ponerme a llorar
como una magdalena no iba a ayudarme. Pero qué bien sentaba a veces
derrumbarse, sobre todo si tenías a alguien que te recogiera. Como Pedro…
Me di cuenta de que necesitaba ir al baño, así que aparté las mantas y me
bajé con cuidado de la cama. Me temblaban un poco los pies y tenía los
músculos muy doloridos, sobre todo los de las piernas y los abdominales,
pero tuve que sonreír por los calcetines que llevaba. Pedro debía de
habérmelos puesto. Realmente tiene que quererme. La verdad es que creía
que me quería, pero supongo que me asustaba que un embarazo acabara
con nuestro amor, tan nuevo y frágil. Estábamos avanzando demasiado
deprisa para que esto pudiese funcionar. ¿Verdad?
Tuve que llevarme el aparato del suero conmigo, o me arriesgaba a
arrancarme la aguja que llevaba en la muñeca. Me estremecí al mirar esa
cosa tan fea y me alegré de no recordar el momento en que me la clavaron.
El aparato era un poco incómodo, pero me las arreglé para entrar y
ocuparme de mis asuntos.
Lo primero que hice después fue lavarme los dientes. Incluso gemí al
sentir el divino sabor de la pasta de dientes y la sensación de una boca
fresca y mentolada después de tantos asquerosos ataques de vómitos. Son
las pequeñas cosas…
Lo siguiente fue ocuparme de mi pelo, tengo que decir que lo tenía
espantoso. No quería ni pensar en lo que podía tener ahí dentro. La verdad
es que quería una ducha, pero sabía que no había manera de poder dármela
yo sola mientras siguiera enganchada a un gotero. Cepillarme el pelo y
hacerme una larga trenza a un lado en cierto modo mejoró las cosas, pero
aún estaba horrorosa. Miré de arriba abajo la bañera.
—¿Qué haces fuera de la cama? —vociferó Pedro desde la puerta, con el
ceño fruncido en su preciosa cara.
—Tenía que ir al baño.
—¿Y has terminado?
Asentí con la cabeza y miré con anhelo la magnífica bañera de mármol.
Sus ojos siguieron a los míos hasta la bañera.
—Ni lo pienses. Te vas a la cama —señaló, aún con la mirada asesina.
Levanté las cejas.
—¿Me estás diciendo adónde tengo que ir?
—Sí. Y es en esa dirección. —Movió el pulgar para darle énfasis, vino
hacia mí y me levantó los pies del suelo sin ningún problema—. Agárrate
al aparato, cariño, que también se viene con nosotros.
Di un grito y agarré el suero. Su ropa estaba fría cuando me estrechó
contra él.
Pedro no perdió el tiempo: me volvió a meter en la cama y me colocó
bien el gotero.
—De todas formas, ¿por qué necesito esto? —pregunté.
Él se inclinó hacia mí y puso sus labios muy cerca de los míos.
—Porque según Angel estabas tan deshidratada cuando te encontré que
era para ingresarte en el hospital. —Sus ojos eran serios y su voz suave
cuando me dijo la cruel verdad.
—Oh… —No sabía qué más decir y estaba empezando a sentir
emociones que amenazaban con superar mi precario control de la
situación. Llevé la mano que tenía libre a su mejilla y la acaricié, y pude
sentir su barba de varios días, suave y áspera al mismo tiempo, algo que a
estas alturas ya me resultaba muy familiar. Pedro cerró los ojos como si
estuviera saboreando mis caricias y eso me entristeció. Él también
necesitaba consuelo.
—Estabas fuera fumando, ¿a que sí?
Asintió con la cabeza y vi sus ojos vacilar mostrando arrepentimiento o
puede que incluso vergüenza. Me sentí aún peor. Definitivamente ahora
mismo no necesitaba mis críticas. Al pobre le había hecho sudar la gota
gorda en el último día y la última noche, y aún estaba aquí a mi lado. Había
venido a por mí, me había dicho que me quería y me había cuidado cuando
estaba enferma. Había hecho todo eso y ¿qué había hecho yo? Había salido
corriendo sumida en la autocompasión y me había puesto tan enferma que
ahora mismo estaría en un hospital si Angel no fuese médico.
—Lo siento mucho… —susurré—. Te he vuelto a hacer daño…, siento
mucho, muchísimo haberlo hecho.
—Shhh. —Puso sus labios en los míos y me besó con dulzura, con olor a
menta y clavo, y me hizo saber que aún estaba allí conmigo. Mi pilar, mi
apoyo.
—Me alegro de que estés aquí. Me he despertado antes y te he visto
durmiendo en el sillón…, y la siguiente vez te habías ido…
—¿En qué otro sitio querría estar, cariño? —Me pasó el pulgar por los
labios.
—¿Lejos de mí?
Negó con la cabeza despacio.
—Nunca.
—Pero aún no sé lo que dice el test, porque no lo he mirado. —Empecé a
desmoronarme.
—Yo tampoco —respondió él mientras me acariciaba el pelo.
—¿Cómo puedes no saberlo?
—No lo sé —contestó bajito—. Cuando te quité los vaqueros se cayó al
suelo.
—¿Y no lo miraste? —pregunté incrédula.
Negó con la cabeza y sonrió.
—No. Quería esperarte y hacerlo juntos.
Lancé los brazos alrededor de su cuello y me derrumbé. Intenté al menos
no hacer mucho ruido.Pedro me abrazó y me acarició la espalda. Era
demasiado bueno conmigo y sinceramente me preguntaba qué había hecho
yo para merecer a alguien como él.
—Métete en la cama conmigo —dije pegada a su hombro.
—¿Estás segura de que eso es lo que quieres?
—¡Sí, estoy segura de que eso es lo que quiero! —contesté, balbuceando
entre más lágrimas sensibleras.
A Pedro debió de gustarle mi respuesta porque no perdió un segundo en
prepararse para acompañarme.
Yo me dediqué a secarme los ojos mientras Pedro se quitaba los
vaqueros. Pero se dejó los calzoncillos puestos. No es que nunca hubiesen
tenido un efecto disuasorio cuando queríamos estar desnudos, pero no creo
que ninguno de nosotros fuese capaz de mucho más que dormir ahora
mismo. Los dos estábamos adentrándonos en un terreno por el que parecía
que teníamos que andar con pies de plomo.
Pedro se metió bajo las mantas y puso el brazo debajo de mí como hacía
a menudo. Yo me acomodé y me acerqué a su cuerpo para poder apoyarme
en su pecho. Mi mano izquierda tenía la vía, lo que me obligaba a
mantenerla encima, pero aun así tracé círculos sobre su pecho por encima
de su camiseta. Me acurruqué contra él y respiré su delicioso aroma.
—Hueles tan bien… Yo debo de oler a cerdo podrido.
—En realidad no te lo sabría decir, preciosa, porque nunca he estado lo
bastante cerca de un cerdo podrido para saber cómo huelen. —Notaba que
estaba sonriendo con suficiencia—. ¿Cuándo lo has estado tú?
Sonreí y murmuré:
—Digo cerdo podrido en plan metafórico, y para el caso es lo mismo.
Bueno, o incluso mejor.
—Estoy de acuerdo contigo en eso. Me quedo con el cerdo podrido
metafórico antes que con los de verdad sin pensarlo. —Me masajeó la nuca
y bromeó—: Si es cierto que hueles a cerdo podrido, entonces huelen
bastante bien, la verdad. De hecho, me atrevería a decir que me encanta el
olor a cerdo podrido.
Funcionó. Hizo que al menos me riera un poco y eso me ayudó a
encontrar el valor para decirle que estaba preparada para enfrentarme a lo
que me deparara el destino.
—¿Pedro?
—¿Sí, nena?
—¿Cómo supiste que volvería allí, al ángel sirena?
—Puse un GPS en tu móvil no hace mucho. —Sus músculos se
contrajeron y me apretaron un poco más—. A pesar de que no me gustó ver
la palabra «Waterloo» en ese mensaje —dijo, e hizo una pausa para
respirar—, me alegro de que hicieras lo que necesitabas hacer. —Me dio
un beso en la frente—. Y de que llevaras el móvil encima y encendido. Voy
a tener que insistir en que siempre lo lleves contigo cuando estemos
separados. También tenemos que volver a hablar sobre tu seguridad.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
Desestimó mis preguntas con más besos y luego murmuró un muy firme
«Luego» contra mis labios.
Noté por su tono de voz que tenía que ver con algo de trabajo y lo dejé
ahí. De todas formas llevaba razón. Teníamos otras cosas de las que
encargarnos antes.
—Quie… quiero mirar ahora la prueba de embarazo.
—Antes de que lo hagas, necesito decir algo. —Ahora Pedro era el que
sonaba preocupado. Podía sentir cómo tensaba el cuerpo y no me gustó
nada ese cambio. Me daba miedo lo que pudiera decir. Y si decía lo que me
temía, entonces sería el final para nosotros. Había una cosa que
simplemente no podía hacer. Sabía que no sería capaz. Ya había pasado por
eso antes y no podría volver a hacerlo y sobrevivir.
—Está bien. Habla. —Se me encogió el estómago a causa de los nervios,
pero estaba decidida a escucharlo. Tenía que saberlo. Cerré los ojos.
—Mírame. —Me pasó el dedo por la mejilla y acabó en los labios—.
Necesito que me mires a los ojos cuando te diga esto.
Los abrí y me encontré con toda su atención centrada en mí. La
intensidad con la que me expresaba sus necesidades era casi cegadora.
—Paula, quiero que sepas… No, quiero que estés segura de que sea lo
que sea lo que diga el test, no cambiará mis sentimientos. Puede que ese no
sea el plan que tenía en mente contigo, pero si está en el camino…,
entonces no me voy a ir a ningún lado. Sé adónde quiero llegar y a quién
quiero conmigo. —Me puso la mano en el vientre y la mantuvo ahí—. A ti.
Y cualquier otra persona que hayamos concebido tú y yo se viene conmigo.
—Su expresión denotaba determinación, pero podía ver también algo de
vulnerabilidad en sus ojos, casi miedo.
Sus palabras fueron seguras, incluso un poco duras. Pensé que había
entendido lo que me estaba diciendo, pero quise asegurarme. Un rayo de
esperanza empezó a surgir en mi corazón y excavé hondo, más hondo de lo
que lo había hecho nunca, para encontrar el valor de preguntarle lo
siguiente:
—Entonces…, entonces no me pedirías que abor…
—¡Joder, no! —Me cortó—. No puedo permitir que abortes, Paula. Eso
estaría mal…, y de verdad espero que tú sientas lo mismo.
Me estremecí y exhalé un profundo suspiro.
—¡Oh, gracias a Dios! —Sentí las lágrimas brotar en mis ojos—. Porque
sé que yo no podría someterme a un aborto, aunque tú me lo pidieras. Mi
madre ya lo intentó conmigo y simplemente…, simplemente me volvió
loca. Sé que no sería capaz de…
Él silenció con besos el resto de mi respuesta y luego apoyó su frente en
la mía.
—Gracias —susurró, mientras sus suaves labios me acariciaban la cara.
Yo solo respiré un momento y le dejé abrazarme fuerte contra su cuerpo.
Necesitaba asimilarlo todo y entender sus sentimientos; y estaba tan
aliviada…
—Así que ¿te… alegrarías?
Él no lo dudó.
—No sé si «alegre» sería la palabra que utilizaría para describir cómo
me hace sentir la posibilidad de convertirnos en padres, pero sé lo que me
dicta mi conciencia, y si estamos embarazados…, entonces supongo que es
cosa del destino, y es lo que tenemos que hacer.
Los ojos de Pedro estaban tan azules en ese momento que estaba segura
de que podría ahogarme en ellos.
—¿Crees en el destino?
Él solo asintió con la cabeza. Sin palabras; en su lugar hizo un gesto que
fue mucho más íntimo que si lo hubiera pronunciado.
—Vale, ¿dónde está?
—Dónde está ¿qué?
—Mi prueba de embarazo. Estaba en el bolsillo delantero de mis
vaqueros.
Se quedó bloqueado durante un instante y luego se echó a reír. Era
bastante atípico incluso para Pedro, teniendo en cuenta las circunstancias.
—¿Dónde está la gracia? —exigí.
—Es que acabo de darme cuenta de que no la tengo. Es Angel el que
sabe el resultado. Él es el único que sabe la verdad.
—¿Cómo es que él lo sabe y tú no?
—Bueno, Angel tenía que ir a su clínica a por los suministros que
necesitaba para tu gotero y mientras estaba fuera, descubrí que se había
caído. —Me besó en la sien—. Yo estaba mirando el test en el suelo
cuando llegó. Me preguntó si lo iba a comprobar. Le dije que lo hiciera él,
pero que no me lo dijera. Y eso es lo que hizo. Lo miró y luego se lo metió
en el bolsillo de la camisa, creo. Estaba muy concentrado en
proporcionarte los fluidos, y francamente yo también. Estabas
completamente ida. No te despertaste ni cuando te desvestí. Estaba muerto
de miedo. —Me estrujó un poquito—. No vuelvas a hacer eso nunca, por
favor.
—Créeme, no quiero volver a ponerme así de enferma, muchas gracias.
Es horrible… —fui bajando la voz y me di cuenta de que aún no teníamos
respuesta a la pregunta y realmente la necesitaba—. Espera, la segunda
prueba de embarazo… —le recordé.
—Sí, eso mismo estaba pensando yo. Me pregunto si aún está en el baño
del piso de abajo. —Pedro se sentó en la cama y alcanzó sus vaqueros—.
De verdad espero que sí, por el bien de Angel, porque dudo que aprecie que
le despertemos a las dos de la mañana para que nos dé el resultado.
—¿Vas a bajar a buscarlo?
—Sí —contestó él—. Llevo horas esperando a saber la verdad y no
quiero esperar más. —Me dirigió otra intensa mirada mientras se ponía los
pantalones—. ¿Te parece bien?
Asentí con la cabeza y respiré hondo otra vez.
—Yo también quiero saberlo.
Se puso de pie y revisó mi bolsa de suero antes de agacharse para darme
un beso rápido en los labios.
—No te muevas de aquí, cariño.
—Oh, no lo haré —respondí con sarcasmo—. Quiero quitarme esto. —
Señalé mi muñeca.
—Por la mañana —dijo él—. Te lo quitarán entonces. —Me arregló el
pelo de esa forma suya tan dulce y relajante—. El gotero ahora va muy
lento. —Me dedicó una bonita sonrisa, que me encantó ver. Me encantaba
cuando Pedro sonreía, punto. Porque le cambiaba toda la cara y parecía
realmente… feliz.
—Entonces estaré aquí mismo esperándote. —Asentí con la cabeza.
Perdió la sonrisa, se puso serio otra vez y se giró hacia la puerta en
vaqueros y con los pies descalzos, el pelo alborotado y la barba con aspecto
desaliñado.
Me dejó sin aliento.
CAPITULO 117
Encontré unas mallas suaves para cambiárselas por los vaqueros y un par
de calcetines de pelo de color morado que a ella le gustaba ponerse por la
noche. Paula tenía unos pies preciosos y le encantaba darse masajes. La
había visto echarse crema por las noches y luego ponerse unos calcetines
como estos. Ella decía que por eso los tenía tan suaves.
Le desabroché los vaqueros y se los bajé por sus largas y sexis piernas
con delicadeza. Arrastraron sus braguitas azules. Podía ver su cuerpo como
lo había visto muchas, muchas veces, tan perfecto y sumamente
cautivador, pero ahora mismo no pensé en sexo. Miré fijamente su vientre,
tan plano y firme, y en su lugar pensé en lo que podría estar creciendo ahí
dentro.
¿Vamos a tener un hijo?
Paula podría tenerle un miedo atroz a esa posibilidad, pero si era cierto
no tenía ninguna duda de que sería una madre maravillosa. Mi chica era
brillante en todo lo que hacía.
Movió la cabeza inquieta en la almohada, pero no se despertó. Le
susurré unas palabras al oído y esperé que pudiera escucharlas de algún
modo. Le puse las mallas y a continuación los calcetines, agradecido de
tener las manos en su piel solo para ayudarla y ser útil.
Tenerla de vuelta y a salvo era lo más importante. Aun así, un
«Waterloo» dirigido a mí por segunda vez en nuestra relación no me había
sentado bien. Pero al fin y al cabo me alegraba de que lo hubiera utilizado
cuando lo necesitaba. Me había puesto «lo siento» antes de escribir la
palabra en su mensaje. Suspiré. Sabía que Paula estaba haciendo todo lo
que podía, y al menos era sincera cuando necesitaba su espacio y un poco
de tiempo. Yo sentía que me estaba comportando de la única forma que
sabía hacerlo. No sabía qué otra cosa podía hacer.
Ponerle una camiseta holgada era un poco más difícil. Me decidí por su
camiseta de Hendrix porque era muy suave y quería que estuviera lo más a
gusto posible. Agradecido por que el cierre de su sujetador estuviera
situado en la parte delantera, lo abrí para revelar sus preciosos senos y
pensé que no notaba ninguna diferencia. Solo perfección, eso es todo. Pero
las apariencias engañan, y había visto cómo había reaccionado cuando la
toqué antes. ¿Cómo narices la he dejado embarazada con lo cuidadosa que
es con la píldora?
A pesar de todo, la estúpida de mi polla reaccionó al ver su cuerpo
desnudo. Me entraron ganas de retorcerla y arrancármela por habernos
metido en este lío, pero sabía que era inútil. La única forma de mantener a
esa traidora lejos de Paula sería desde la tumba.
Lo que podría ser pronto, dada la velocidad a la que avanzábamos. Por
Dios, apenas podía mantener el ritmo y sentía que en las últimas
veinticuatro horas había envejecido años.
Con prisa por terminar de vestirla, la levanté de la cama con delicadeza
para meterle la camiseta por la cabeza y pasársela por la espalda. Después
la estiré hasta que su hermosa piel desnuda estuvo cubierta de nuevo.
No pude resistirme a besarla en la frente antes de meterle los brazos por
las mangas. No se despertó en todo el proceso, lo que no me tranquilizó en
absoluto. No quería que estuviera enferma, necesitaba tenerla de vuelta.
Desesperadamente. Intenté mantener mis sentimientos a raya pero no fue
fácil, sobre todo cuando mi Bella Durmiente no iba a despertar de su sueño
solo porque la besara. ¿Dónde me dejaba eso en este despropósito de fin de
semana? Los cuentos de hadas en realidad son mentira.
Cuando agarré las mantas para taparla, algo cayó a los pies de la cama,
haciendo un ruido sordo. ¿Su teléfono? Seguro que era el móvil de Paula
que se había salido del bolsillo de sus vaqueros. Me agaché para recogerlo
del suelo y vi algo más que se había caído del bolsillo. Estaba allí tirado
sobre la tela azul. Un palito blanco de plástico con una tapa morada en la
punta que predecía una parte de nuestro futuro.
Sabía lo que era ese palito blanco de plástico, pero aún no conocía su
secreto. La pantalla del indicador estaba boca abajo, mirando al suelo.
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