martes, 25 de marzo de 2014
CAPITULO 148
¡Una mierda! Intenté controlarme mientras trataba de pensar en la
manera de volver al tema en cuestión. Me vino a la mente una idea de
cómo podría lograrlo. Podía quitarle la bata de seda amarilla y hacerle el
amor durante una semana, y entonces podríamos tener esta conversación, o
discusión, o lo que demonios fuera esta mierda. Podría funcionar.
En lugar de eso la levanté de la silla por los hombros, apretándole los
brazos a los lados para que no pudiera resistirse. Aun así siguió luchando, a
pesar de que la tenía firmemente sujeta contra mi pecho, nuestras caras a
un centímetro, sus suaves curvas fundiéndose conmigo, haciendo que mi
sexo se endureciera.
—¡Estoy intentando comprender por qué mi chica necesita quitarse la
ropa y dejar que la gente vea fotografías así de ella! —dije con más rabia
de la que quería…, y entonces estampé mi boca contra la suya.
Primero me abrí camino dentro de ella con la lengua. Tendría más
después, pero por ahora solo necesitaba entrar en su interior como fuera.
Necesitaba que me aceptara aún más. Ella seguía gritando como una loca,
pero yo sentí su reacción en el momento en que nos besamos. Era todavía
mi chica y los dos lo sabíamos, mientras yo le sostenía la mandíbula y le
agarraba con fuerza la boca. Labios, lengua y dientes trabajando unidos
para enviar un mensaje muy claro. Eres mía y sé que tú quieres ser mía.
Apenas estaba empezando a poseerla. Esta sesión terminaría de un modo
y solo de uno: con mi sexo enterrado dentro de su dulce sexo en un frenesí
orgásmico.
Tampoco hay excusas para lo que hice después. La tomé. Tomé lo que es
mío y me salí con la mía.
Ella me entregó todo su cuerpo. La parte espiritual tendría que ser
considerada después. «Primero el polvo, luego la charla» había funcionado
con nosotros antes y confiaba en que ahora también lo haría.
La alcé y la llevé a nuestra cama. Ella me miró con los ojos encendidos
mientras la tumbaba, le quitaba la bata de seda y le soltaba el pelo de la
pinza. Sus pechos subían y bajaban y sus pezones se erizaban mientras yo
me deshacía de mi ropa y me quedaba desnudo, con mi sexo tan duro que
podría estallar cuando brotara el semen por primera vez.
Estaba a punto de averiguarlo y más que dispuesto a asumir el riesgo,
porque iba a haber una segunda vez, y posiblemente una tercera.
Estaríamos así un rato.
Cubrí el precioso cuerpo desnudo de Paula, que solo yo debería ver, y
me la follé. Me la follé de forma salvaje. Ella también me folló de manera
salvaje. Follamos hasta que los dos nos corrimos. Y entonces follamos otra
vez, hasta que ya no necesitamos más. Hasta que no quedó nada sino
sumirnos en una nebulosa después de todos los orgasmos, los dos agotados
físicamente por el placer que nos había abrasado con su calor y embriagado
con su aroma… hacia una completa inconsciencia.
Me despertó la pesadilla. Era una conocida, en la que veía mi vídeo y
quería morirme. Era una imagen espantosa que tenía fija en mi cerebro y
había permanecido intacta en mí a lo largo de los años. No creo siquiera
que sea posible borrarla; estaba condenada a llevar esa imagen conmigo a
lo largo de mi vida. Me pregunté, y no era la primera vez, si los tres
habrían pensado en alguna ocasión sobre el vídeo después de lo sucedido.
No había conocido a los otros dos, pero Facundo ¿habría sentido alguna vez
algún remordimiento por lo que me había pasado? ¿Por lo triste que era mi
vida después de que llevaran a cabo su hazaña? ¿Habría pensado alguna
vez sobre ello? Qué desagradable. Qué sucio y desagradable.
Intenté que la crisis fuera silenciosa en medio de la noche, pero Pedro lo
oía todo. Habíamos tenido un sexo explosivo y habíamos liberado un poco
de rabia y frustración a través de nuestros cuerpos, pero el asunto principal
seguía pendiendo en el aire como una bandera. No habíamos resuelto
prácticamente nada.
Pedro se agitó a mi lado y se acercó a mí. Sentí cómo sus fuertes brazos
me rodeaban y sus labios me besaban en la cabeza. Me acariciaba el pelo y
me abrazaba mientras yo lloraba.
—Te quiero muchísimo. Me mata verte triste. Preferiría que estuvieras
enfadada conmigo antes que hacerte daño así, nena.
—No pasa nada. Sé que me quieres —susurré entre sollozos,
enjugándome los ojos.
—Así es —dijo mientras me daba un dulce beso—. Y siento haber
actuado así hoy con el fotógrafo. —Hizo una pausa—. Pero no me gusta
nada y no quiero que lo hagas más.
—Lo sé…
—Entonces… ¿dejarás de posar? —dijo con una voz llena de esperanza.
Lástima que yo fuera a quitársela.
—No creo que pueda,Pedro. No puedo dejarlo…, ni siquiera por ti.
Esperó después de que aquellas palabras salieran de mis labios. Era
doloroso decirle eso pero tenía que oírlo de mi boca. La verdad en
ocasiones es difícil de escuchar, y supuse que así sería para Pedro, pero
quería que tuviera la versión no censurada. Se lo debía.
—¿Por qué no, Paula? ¿Por qué no puedes dejar de posar? ¿Por qué no
lo harías por mí?
Esas malditas lágrimas aparecieron de nuevo.
—Porque… —lloriqueé—, porque esas fotos que me hacen a… ahora
son tan… tan bo… nitas. Son… ¡algo hermoso de mí!
Pedro se pegó a mí mientras lloraba. Parecía entender que ese era un
gran paso para mí. Hubiera querido que la doctora Roswell estuviera aquí
para presenciarlo.
—Lo son. Tienes razón, Paula. Tus fotos son increíblemente hermosas.
—Me besó con dulzura, moviendo la lengua lentamente contra la mía—.
Pero tú siempre has sido hermosa —murmuró junto a mis labios.
Ahhh, pero él no tenía razón. Pedro nunca había visto eso, de modo que
él no sabía lo mismo que yo.
—No. No me entiendes. —Me sequé las lágrimas—. Está bien, pero tú
no entiendes por qué necesito tener fotos bonitas mías.
Suspiré con fuerza contra su pecho al tiempo que mis dedos empezaron a
remolinear alrededor de sus pectorales.
—Explícamelo para poder entenderlo entonces.
No sé cómo me salieron las palabras, pero de alguna forma lo conseguí.
En mitad del llanto, que se hacía más fuerte, y debido a su callada fuerza y
paciencia mientras me abrazaba y me acariciaba el pelo, al fin le conté a
otra persona mi terrible verdad.
—Porque ese vídeo mío era muy… feo. Las imágenes eran feas. ¡Yo
estaba fea en él! Y si tengo algo bonito con lo que reemplazar esa fealdad,
puedo olvidarme de lo que pasó poco a poco.
Pedro me puso debajo de él y se apoyó sobre mí, sosteniéndome la cara
frente a la suya.
—No hay nada tuyo que sea feo —me dijo.
—Sí. En ese vídeo lo había.
Se quedó en silencio, sus ojos mirando de un lado a otro mientras me
estudiaba.
—¿Es por eso, nena? Esa es la razón por la que intentaste… suicidarte…
—¡Sí! —respondí sollozando contra el pecho de Pedro, y dejé que me
agarrara fuerte. Ahora sabía mi verdad. Mi complejo. Mi problema. Mi
motor diario, que suponía que permanecería conmigo para siempre. Recé
para que pudiera aceptarme a pesar de todo.
CAPITULO 147
—¡Paula! ¡Qué coj…! —Mi voz se interrumpió. Se alzó y se extinguió en
un rápido y mortal silencio en cuanto miré con atención a mi chica
completamente desnuda, con las piernas abiertas, y un pijo con sus manos
sobre ella.
Reaccioné y me moví. Eso es prácticamente todo lo que recuerdo.
Levanté a Paula en volandas y mandé al tipo de la camisa verde al fondo
de la sala.
—¡Pedro! —gritó—. ¿Qué estás haciendo?
—¡Tratar de encontrarte! ¿Por qué no contestas al jodido teléfono?
—¡Estaba trabajando! —chilló. Permanecía de pie totalmente desnuda
excepto por unas medias negras y algo que le hacía tener el pelo más largo.
—Has terminado aquí. De hecho, ¡toda esta porquería se ha acabado! —
dije agitando las manos mientras me acercaba a ella—. Vístete, te vas.
—No me voy, Pedro. ¿Qué coño te pasa? ¡Ahora estoy trabajando!
Oh, sí, ¡te vas, cariño! De hecho, estoy seguro de que te vas, porque te
voy a sacar yo mismo de aquí.
El fotógrafo vestido de mil colores decidió hacer algo justo entonces y
sacó el móvil.
—Llama a seguridad…
—Yo soy la seguridad cuando se trata de ella —dije señalando en
dirección a Paula mientras le quitaba el móvil y cortaba la jodida llamada
—. Paula ha terminado aquí. Llama a mi oficina si quieres una
compensación por los problemas causados. Pagaré muy a gusto.
Saqué mi tarjeta y se la lancé. Dio vueltas a través del espacio que nos
separaba y aterrizó en el suelo junto a sus pies. Pensaba que estaba siendo
extraordinariamente pacífico, teniendo en cuenta que…
Miró a Paula, que estaba ahí de pie, contemplándonos con la boca
abierta. ¡Y todavía desnuda, joder!
—¡No la mires, cabrón! —le grité.
Chilló como una nena y volvió la cabeza a un lado, encogido de miedo.
—Simon, siento muchísimo est… —dijo Paula caminando hacia él.
—Oh, no, ¡no lo sientes! —exclamé cogiéndola del brazo mientras la
hacía girar para tapar su cuerpo con el mío—. ¿Quieres ponerte algo
encima? ¡Estás desnuda, joder, por el amor de Dios!
Paula me miró furiosa, lanzándome cuchillos con los ojos, y cogió su
bata. Había estado en una mesa auxiliar todo el tiempo, fuera del alcance
de la cámara. No había reparado en ella hacía un momento. Se la puso y se
la ciñó a la cintura, al tiempo que sus brazos y sus manos hacían
movimientos secos y abruptos mientras me miraba de reojo, dos puñales
marrones que echaban llamas hacia donde yo estaba. Metió la mano por
debajo de su pelo y se detuvo ahí un momento antes de extraer una peluca
larga y ondulada de color castaño. La dejó con cuidado sobre la mesa.
Entonces me dio la espalda y dobló primero una pierna y luego la otra,
quitándose las medias y dejándolas bien dobladas sobre la mesa junto a la
peluca.
Podía asegurar que estaba más que furiosa por lo que había hecho, pero a
mí sencillamente me daba igual. Al menos estaba bien. No podía asegurar
lo mismo sobre su amigo fotógrafo, pero Paula estaba a salvo, conmigo,
y no en manos de secuestradores. Estaba desnuda en una habitación a solas
con un hombre que le estaba sacando fotos, pero al menos mi peor
pesadilla no se había hecho realidad. Ella estaba aquí y podía verla.
El regreso a casa fue bastante silencioso. Solo algún suspiro, el sonido
de nuestros cuerpos en los asientos y poco más. Paula no hablaba y yo no
estaba tampoco con ánimo de discutir. Por no mencionar lo que saldría de
mi boca tal y como me sentía en ese momento. Mejor dejarlo enfriar un
rato.
Una vez que llegamos al piso, ella fue derecha al baño, se encerró y me
dejó fuera. Pude escuchar correr el agua, pero ningún otro sonido. Puse la
oreja en la puerta y escuché. No quería oírla llorar sola si eso es lo que
estaba haciendo, pero yo seguía cabreado. Esto de posar como modelo
debía acabarse. Ya no podía soportarlo más y me volvía completamente
irracional imaginarla posando desnuda para que otros la vieran. Y que
fantasearan con follársela… ¡o algo peor!
Había un millón de cosas que necesitaba hacer en ese momento. Lugares
a los que debía ir y gente con la que debía reunirme, pero ¿llegué siquiera a
sopesar dejar a Paula en casa y volver a la oficina? Negativo. No iría a
ningún sitio ahora mismo.
En lugar de eso caminé hacia el balcón y me acomodé en una tumbona
desde donde podría ver cómo la ciudad cambiaba del día a la noche. Y
fumar un cigarrillo, y otro, y otro. No me fue de mucha ayuda. Es curioso
cómo algo que solía apaciguarme cuando me sentía agitado ya no surtía
efecto. Esperé a que Paula saliera del baño, pero cerró la puerta. No
parecía que ella fuera a dar el primer paso esta noche.
Cuando no pude soportar un segundo más mi autoimpuesta soledad,
volví dentro para tratar de razonar con ella.
—¿Paula? —Silencio—. Déjame entrar.
Forcejeé con el pomo de la puerta y, para mi sorpresa, giró. Por suerte,
no me había dejado fuera y sin poder abrir.
Abrí la puerta y la encontré sentada en el borde del taburete del tocador
pintándose las uñas de los pies, con el pelo recogido con una pinza y
vestida con la bata amarilla de seda que le iluminaba la cara. No me
miraba, sino que continuaba afanándose con el esmalte de uñas de color
rosa oscuro como si yo no estuviera ahí.
—¿Podemos hablar? —pregunté finalmente.
—¿De qué? ¿De lo mal que me has tratado en mitad de una sesión de
fotos que da la casualidad que es mi trabajo y de cómo prácticamente has
dado una paliza al fotógrafo? Por no mencionar el daño que has causado a
mi reputación en este negocio —dijo con sequedad.
—No quiero que sigas en ese negocio.
Cerró el esmalte de uñas y lo colocó en el tocador.
—Eso es todo lo que quieres hablar, ¿eh?
—Necesitaba saber dónde estabas y no cogías el teléfono. —Dejé que
pasara un momento para algún tipo de explicación, pero no me dio ninguna
—. Bien, admito que llegué muy nervioso y que perdí los estribos, pero
estaba siguiendo unas pistas que me hicieron entrar en pánico. —Me pasé
una mano por el pelo y la mantuve ahí—. Y estabas desnuda, joder,
Paula.
—Seguramente no me vuelvan a llamar después de esto. Ahora nadie me
querrá.
Oh, esos cretinos seguirán queriéndote. Me puse frente a ella y le cogí la
barbilla con la mano, obligándola a mirarme.
—Bien. Espero que no te llamen. —Ella siguió callada pero con los ojos
encendidos—. Lo digo en serio, Paula. No vas a posar desnuda nunca
más.
Ahí está, ya lo había dicho.
—Es mi decisión, Pedro. No tienes derecho a decir que no puedo
hacerlo.
—Ah, ¿sí? —dije alzando su mano izquierda—. ¿Y qué significa este
anillo entonces? Vas a ser mi esposa, la madre de mi hijo, una persona que
no quiero que pose desnuda ¡nunca más! —añadí devolviéndole la mirada
cegada de cólera—. Es mi última palabra.
Quitó de golpe la mano y soltó:
—No lo pillas. ¡Tú no entiendes NADA sobre mí!
Gritando y con pinta de estar cabreada hasta lo indecible, me empujó
para evitar que me acercara demasiado.
CAPITULO 146
Mi móvil dejó de sonar justo cuando salía del vestidor. Por el tono del
teléfono me di cuenta de que era Eliana llamándome desde el trabajo, así
que dejé que saltara el buzón de voz sin escuchar el mensaje. En su lugar le
escribí rápido: «No puedo hablar… Estoy en sesión fotos. Te llamo
después. Bs».
Puse el móvil en silencio pero lo dejé encendido como me había dicho
Pedro (por algo sobre la aplicación del GPS que él había activado), me lo
metí en el bolsillo de la bata y me olvidé de él. Tenía trabajo que hacer y
debía concentrarme.
Las extensiones de pelo me hacían cosquillas en la espalda y el suelo
sobre el que estaba sentada se encontraba muy frío. Hoy no llevaba puesto
el tanga de hilo, pero sí unas preciosas medias negras con lazos rosas
alrededor de la parte superior de los muslos.
Simon, mi fotógrafo durante esta sesión, vestía de una forma poco
convencional —sus vaqueros azul eléctrico ajustados, combinados con una
camisa verde limón y unos botines blancos de charol, casi me hacían
necesitar algo para proteger mi retina —y me obligaba a probar unas poses
que jamás había intentado antes. Solo podía temblar ante lo que diría Pedro
cuando echara un vistazo a las pruebas.
Las odiaría nada más verlas y después trataría de comprar las imágenes
para que nadie más pudiera tenerlas.
Sentía ráfagas de adrenalina: saber que estaba haciendo algo un poco
extraño que me inspiraba miedo. Me gustaba ponerme a prueba y quería
que esas fotos salieran bien, ofrecer al artista el servicio más profesional
que pudiera.
Daba la espalda a la cámara, con las piernas bien abiertas, las rodillas
ligeramente flexionadas, los pies sobre el suelo, las palmas de las manos
agarradas a la parte interior de las pantorrillas para mantener las piernas
separadas. Se suponía que debían ser fotos provocadoras, pero cualquiera
que pasara frente a mí ahora mismo vería mis partes femeninas exhibidas
en plan porno. Definitivamente, Pedro no aprobaría esto. Pero no me
preocupaba. Aquí había reglas y todo el mundo las seguía… o no te volvían
a llamar para otro trabajo.
Las puntas de las extensiones llegaban casi al suelo, tapándome de hecho
el culo, lo cual era algo bueno, ya que no quería que se me viera en las
fotos.
Se lo dije a Simon y él se rio de mí.
—Paula, cariño, si alguien tiene un culo elegante, esa eres tú.
—Bueno, gracias, Simon, pero no, gracias, ya has entendido la idea.
Nada de sonrisa vertical esta vez, por favor.
—Prometido, todo lo que se verá será una insinuación de tus curvas y tus
largas piernas esculpidas. Estás absolutamente radiante, amor. ¿Vitaminas
nuevas? —preguntó distraído mientras disparaba la cámara.
—Bueno, en realidad sí.
—Oh, compártelas conmigo, por favor —dijo—. Necesito cualquier
secreto de belleza que tengas.
Se me escapó una carcajada.
—No creo que quieras lo que estoy tomando, Simon…, a no ser que
desees tener pecho.
—Ay, querida, por favor, dime que no te vas a poner implantes. ¡Tus
tetas son perfectas como están!
Me reí de cara a las cortinas que tenía frente a mí, deseando poder ver su
rostro.
—Ejem…, no, no me voy a poner implantes. Van a crecer de forma
natural.
—¿Eh? ¿Qué tratamiento es ese?
Podía asegurar que estaba completamente desorientado sobre el lugar al
que quería llegar. Gay o no, Simon era un hombre, y ellos la mayoría de las
veces simplemente no entienden las sutilezas en estos asuntos. Supongo
que tiene algo que ver con tener pene.
—El tipo de tratamiento en el que al final tienes un bebé.
Sonreí y deseé más que nunca poder ver ahora su cara.
—¡Oh, Dios mío! Te han hecho un bombo, ¿no?
—Esa debe de ser una de las expresiones más desagradables que se le ha
ocurrido a los británicos, pero sí.
—Felicidades, cariño. Espero que sean buenas noticias.
—Lo son.
Me quedé callada un minuto, pensando en todo lo que había cambiado
mi vida en tan poco tiempo, mientras luchaba contra las emociones que
parecían cocerse a fuego lento bajo la superficie estos días. Tal vez podía
culpar a las hormonas que bullían en mi interior, pero en cualquier caso era
una lucha diaria que debía mantener.
Simon seguía haciendo fotografías, dirigiéndome con sutiles cambios de
postura y después de iluminación, dándome conversación, fiel a su estilo.
Hablaba sin cesar mientras trabajaba.
—Entonces ¿te vas a casar con tu novio?
—Sí, el 24 de agosto es nuestro gran día. Lo celebraremos en el campo,
en la mansión Somerset de su hermana.
—Suena muy pijo —dijo Simon mientras pensaba otra posición—.
¿Puedes inclinar la cabeza hacia atrás y mirarme?
—Sí…, eso también —contesté fríamente—. ¿Quieres venir, Simon?
—Cariño, ¡pensaba que no me lo preguntarías nunca! Es la excusa
perfecta para un traje nuevo —masculló, cambiando bruscamente de tema;
pasó a hablar sobre seda italiana y algo sobre un traje verde que había visto
en una tienda de Milán que sería perfecto para una boda campestre.
Pensé en mi padre y en que él no podría llevar un traje nuevo para mi
boda. No estaría ahí para llevarme al altar. No tenía a nadie que hiciera eso
ahora por mí. Tampoco se lo pediría a Gerardo. Mi madre ya lo había
intentado, pero de ninguna manera. Iría por el pasillo de la iglesia yo sola,
no con él. No tenía nada contra Gerardo, pero él no era mi padre en ningún
sentido de la palabra. Era el marido de mi madre y nada más.
Una oleada de tristeza me sobrevino de repente e hice todo lo posible
por esconderla, pero mi postura debió de mostrar signos de fatiga ya que
Simon me preguntó: «¿Necesitas un descanso, corazón?».
Asentí, pero no podía hablar. Todo lo que pude hacer fue tragar saliva.
En ocasiones, cuando una persona muestra algo de ternura y tú estás en
un estado vulnerable, todo sale a borbotones sin importar cuánto te
esfuerces por tratar de retenerlo dentro de ti. Eso es lo que me pasó cuando
Simon dejó la cámara, se acercó a mí por detrás y me puso la mano en el
hombro, en un simple gesto de apoyo y consuelo.
—He oído lo de tu padre. Lo siento mucho, amor. Debes de estar
pasándolo fatal.
—Gracias…, aún está muy reciente. Algunas cosas me hacen recordar…
y le echo de menos tant…
Y en ese momento Pedro irrumpió en la habitación con el aspecto de un
gladiador listo para la arena.
lunes, 24 de marzo de 2014
CAPITULO 145
Las preguntas que hace la gente mientras habla son tan ridículas que a
veces me cuestiono cómo no salto sobre la mesa y grito: «¿Cómo hacéis
para ser tan estúpidos y apañároslas para seguir respirando?». Ay de mí…
He aprendido a mantener la boca cerrada aunque me cueste muchísimo.
Estaba a punto de escabullirme para un necesitado chute de nicotina
después de la absurda conferencia telefónica cuando Eliana llamó a mi
despacho. No lo hacía muy a menudo, así que mi curiosidad se
desencadenó de inmediato.
—Pedro, creo que deberías venir a recepción.
—¿Sí? ¿Qué sucede?
—Es Marta…, del quiosco de prensa. Está aquí para entregarte un
paquete en persona y no se lo dejará a nadie, pero…
Salí de mi despacho y corrí antes de que Eliana pudiera siquiera acabar
la frase.
Mi corazón comenzó a latir con fuerza y una preocupación instantánea
inundó mi cuerpo. Frené resbalando al atravesar las puertas de la
recepción. Ahí estaba Marta, esperándome con su bigote y sus horrorosos
dientes en todo su esplendor. Sostenía un paquete entre sus manos
manchadas de tinta y me dirigió una mirada con sus ojos verdes mientras
me acercaba rápidamente a ella.
—Señor, tengo algo para usted —indicó agitando el sobre—. Usted dijo:
algo o alguien sospechoso.
—Eso es. ¿Alguien ha dejado eso en tu quiosco justo ahora? —pregunté
señalando lo que estaba sujetando.
Ella asintió y echó un vistazo a la sala, asimilando la decoración y
probablemente calculando su valor.
—Sí, hace casi una hora. No podía dejar el puesto. Ponía «Alfonso» y
recuerdo que me dijiste número cuarenta y cuatro.
Intenté que no me sorprendiera que supiera leer y asentí a su vez, con la
adrenalina fluyendo dentro de mí. ¿De qué se trataba esta vez? ¿Más
amenazas de muerte de Tomas?
—Tienes una memoria excelente, Marta. Gracias por dejar tu puesto
para venir hasta aquí a entregármelo en persona —dije mientras sacaba la
cartera del bolsillo—. Aprecio tu atención.
Le extendí un billete de veinte e hicimos el intercambio. Ella asintió de
manera fugaz y se giró para marcharse. Rompí la cuerda roja y abrí la
solapa del sobre, totalmente consciente de que era idéntico al que había
recibido el día de la gala Mallerton, el mismo sobre que contenía las fotos
de Tomas además de un críptico mensaje que decía: «Nunca intentes asesinar
a un hombre que se va a suicidar», y otras chorradas incoherentes para las
que ahora no tenía tiempo. En cualquier caso, no podía arriesgar la vida de
mi primo. Estaría en primera línea en los Juegos la semana siguiente,
anunciando todas las competiciones de tiro con arco, sumido en el circo
mediático, siendo entrevistado, a la vista de todo el mundo. Si alguien le
tenía en su diana, necesitaba tomar precauciones in situ.
Metí la mano y saqué las fotos, de nuevo como la última vez: blanco y
negro, con brillo, de ocho por diez. Sentí que me atravesaba un miedo
terrible. No eran en absoluto fotos de mi primo. Se trataba de fotos de
Paula…
¡Joder! ¡No! ¡NO!
Las fotos eran una secuencia de instantáneas hechas en la calle: Paula
y yo el día que fuimos a nuestra primera cita con el doctor Burnsley y más
tarde cuando almorzamos al aire libre antes de parar en Fountaine’s
Aquarium. Los dos abrazándonos en la acera tras salir de la consulta del
médico. Yo tocando su tripa y besándosela. Los dos comiendo nuestros
sándwiches y hablando sobre nuestro encuentro en Nochebuena en la nieve.
Había incluso una foto de Paula sacándome una instantánea con su móvil,
riéndose porque había sido justo después de salir de la tienda con el bebé
que olía fatal. Tendría que haberme dado cuenta de que alguien sacaba
fotos. Tendría que haberlos visto. ¿Cómo podía haber fallado? ¿¡Cómo
cojones había fallado!?
Había estado distraído. La distracción es el enemigo número uno en el
negocio de la seguridad y yo había fallado por completo. Estaba distraído
por la visita al médico y después por la locura en el acuario, ¡demasiado
concentrado en dónde estábamos y en la gente de nuestro alrededor como
para ni siquiera percatarme de que alguien nos seguía!
Gruñí y las ojeé de nuevo. No pude encontrar ningún mensaje o nota
ambigua en el reverso de ninguna de las fotos. Alcé la vista y me di cuenta
de que Marta se había marchado.
—¡Pon a Paula al teléfono y dile que espere! —grité a Eliana—.
Necesito hablar con ella ahora mismo. —Entonces corrí hacia el ascensor
—. ¡Marta, espera!
La encontré en el vestíbulo mientras salía del edificio. Estaba seguro de
que la gente debía de pensar que estaba loco por el espectáculo que les
estaba ofreciendo, pero no me importaba. Podían pensar lo que quisieran.
—¿Sí, señor?
—¿Quién? ¿Viste quién dejó el sobre?
Alzó los ojos y brillaron ligeramente. Ahí estaba: el momento de la
verdad en el que ella o bien me ayudaba porque era una buena persona o
bien se aprovechaba de mí porque no lo era.
—Sí, mientras se alejaba. Le vi la espalda.
—¿Qué recuerdas de él? Complexión, color del pelo, ¿algo que me
puedas contar? Es muy importante —supliqué—. Mi chica…, había fotos
de mi mujer en ese paquete. Su vida podría estar en peligro —bajé el tono
—. Por favor, Marta. Cualquier cosa que recuerdes podría ser de ayuda.
Lo sopesó un momento, sus ojos moviéndose sin cesar.
—Estaba hablando por el móvil y solo vi su espalda mientras se
marchaba. Tenía el pelo castaño y no era tan alto como tú.
Pelo castaño y más bajo que yo. No era de mucha ayuda en un lugar con
millones de personas así. Necesitaba volver arriba y asegurarme de que
Eliana había localizado a Paula.
—Gracias otra vez —dije con tono apagado, y me giré para irme.
—Aunque me di cuenta de algo más —me gritó Marta—. Su voz… no
era de aquí. Es yanqui.
El acosador es americano. Debe de ser de la gente de Pieres… O quizá
Fielding no está muerto después de todo. Quizá esté aquí, en Londres. ¡Oh,
no! ¡No, por favor!
Se me heló la sangre después de lo que me dijo Marta, con todas las
posibilidades y escenarios dando vueltas en mi cabeza, en un terrible
torrente enrevesado.
Entonces mis piernas comenzaron a moverse.
CAPITULO 144
—Así que Pedro te ha encomendado hoy tareas de seguridad, ¿eh? —le
pregunté a Horacio mientras comía una ensalada de pollo rica de verdad.
Tenía que acordarme de las pasas y el eneldo la próxima vez que la hiciera.
Mi apetito estaba mejorando ligeramente, pero no sabía si se debía al
embarazo o a que estaba aceptando la muerte de mi padre. En cualquier
caso, ahora podía mirar la comida sin que me entraran ganas de girar la
cabeza para no tener que vomitar.
—No sé nada de eso, querida. Quería llevar a mi futura nuera a comer,
eso es todo —explicó encogiéndose de hombros, con un brillo en sus ojos
marrones—, y Pedro me dijo que Leo estaría fuera hoy.
—¡Ja! Eso pensé. —Me reí—. A estas alturas conozco sus tácticas,
Horacio. Pedro no afloja su protección fácilmente o sin muy buenas
razones —añadí mientras le daba un sorbo al zumo—. Sé que es muy
protector y que lo hace porque me quiere.
—Lo conoces muy bien. De hecho, diría que tú has transformado a mi
hijo en la persona en la que yo había esperado que se convirtiera algún día
y a la que temía que jamás vería —dijo Horacio sonriéndome con mucha
dulzura y sin juzgarme en absoluto.
—¿Por la guerra? —pregunté—. Sé que algo malo le pasó en el ejército,
pero no sé el qué. No es capaz de compartirlo conmigo… todavía.
Horacio me dio golpecitos en la mano con delicadeza.
—Bueno, en eso ya somos dos. Yo tampoco sé qué le hicieron. Solo sé
que volvió a casa con un brillo atormentado en su mirada y una dureza que
antes no estaba presente. Pero lo que sí sé es que ahora que te ha
encontrado se parece más al Pedro de cuando era más joven. Tú le has
hecho volver a ser el que era, Paula. Puedo ver cómo te mira y cómo se
ayudán mutuamente.—Le dio un sorbo a su cerveza—. En resumen, has
hecho muy feliz a un anciano y le has quitado un gran peso de encima.
—Yo me siento con él de forma parecida en muchos sentidos. En
realidad Pedro me ha salvado de mí misma.
Horacio me escuchó con atención y señaló mi tripa.
—Ya comprobarás que nunca dejas de preocuparte por tus hijos,
independientemente de lo mayores que se hagan.
—He oído decir eso mucho —dije suspirando profundamente—. Ya me
preocupo ahora… por él o ella. —Me toqué la barriga—. Si algo me
pasara…, bueno, entonces… ya me hago una idea de cómo funciona.
—No te va a pasar nada, querida. Pedro no lo permitirá y yo tampoco.
En las próximas semanas estarás sumamente ocupada y tu agenda estará
llena de planes y compromisos, pero pronto las cosas se tranquilizarán y
los dos estaran desentrañando la vida de casados y yo esperando la llegada
de mi cuarto nieto.
Me sonrió y yo le devolví la sonrisa de todo corazón. En realidad el
padre de Pedro estaba empezando a importarme. Sería un abuelo adorable
para nuestro bebé, y me hacía sentir bien saber que apoyaba a nuestra
pequeña familia. Para muchos resultaba algo insignificante, pero para mí
era enorme. Horacio me estaba dando algo que mi propia madre no podía
o no quería darme: su simple bendición y sus mejores deseos para la nueva
familia que empezaba.
Estábamos a punto de salir del restaurante cuando divisé a Bruno entrando
de golpe, con aspecto un tanto agobiado para ser aquel chico tranquilo que
recordaba del instituto.
—¡Paula! Jesús, siento mucho llegar tarde. Recibí tu mensaje, pero
luego me entretuve una y otra vez —dijo sosteniendo en alto las manos—.
Me entretuve con trabajo de la empresa —añadió mientras se acercaba para
abrazarme y me besaba en la mejilla con cariño.
—Bruno, este es mi… suegro, Horacio Alfonso. Horacio, Bruno
Westman, un viejo amigo de mi ciudad natal. Solíamos competir en
atletismo en los viejos tiempos.
Estrecharon las manos y los tres hablamos un rato. Bruno parecía
frustrado por haberse perdido nuestra comida y no haber «reconectado»,
como él había dicho. Yo no estaba tan segura de si Pedro podría tolerar un
contacto de cualquier tipo entre Bruno y yo. Sinceramente, yo también
podría vivir sin eso. No tenía nada en contra de una vieja amistad, pero en
este caso existían bastantes emociones añadidas y eso lo hacía un pelín
más incómodo para mí.
—Jesi me matará por haber venido hasta Londres y no haber sacado
tiempo para ponernos un poco al día —dijo antes de girarse hacia Horacio
—, y lamento haberme perdido la oportunidad de obtener sus valiosos
consejos turísticos, señor Alfonso.
—Si estás interesado en la historia de Hendrix y sus rincones, puedo
contarte lo que conozco. He llevado a cientos de turistas durante más de
veinticinco años por esta ciudad. Creo que los he visto todos.—Horacio le
dio a Bruno su tarjeta—. Mándame un correo electrónico y te enviaré lo que
tengo. Imagino que querrás ir al hotel Samarkand, en el 21/22 de
Lansdowne Crescent, Chelsea.
—Por supuesto, así es —dijo Bruno y cogió la tarjeta de Horacio y se la
guardó en el bolsillo—. Gracias por todos los consejos que puedas darme.
No tengo mucho tiempo y quiero aprovecharlo bien. —Se giró hacia mí—.
Bueno…, ¿hay alguna posibilidad de que podamos quedar otra vez?
Imagino que ahora tendrás cosas que hacer, ¿no?
—Sí, tengo una sesión de fotos en poco más de una hora y necesito
tiempo para prepararme —dije pensando un momento—. Bueno, tú vas a
asistir a los Juegos, ¿no? Pedro tiene entradas para todo lo que te puedas
imaginar. ¿Por qué no nos organizamos para vernos en una de las pruebas
de atletismo, como las carreras de obstáculos o los cien metros? La verdad
es que me está apeteciendo mucho ver alguna competición.
—Perfecto —dijo—. Estaremos en contacto entonces.
Bruno me abrazó de nuevo y nos separamos.
Horacio estaba callado en el coche mientras me llevaba a la sesión de
fotos. Parecía estar pensando, y yo me preguntaba: ¿qué pensará sobre lo
de posar desnuda? ¿Qué le habrá contado Pedro al respecto? ¿Habrá visto
alguna de mis fotos? Supongo que yo no lo sabría si no se lo preguntaba,
pero eso era algo sobre lo que no me gustaba hablar con nadie. Mi faceta
de modelo era personal y no estaba abierta a la negociación.
En lo que pareció un abrir y cerrar de ojos, Horacio paró junto a la
dirección en Notting Hill y esperó a que yo entrara en la elegante casa
blanca en la que transcurriría mi sesión de fotos. Me despedí con la mano
mientras entraba y acto seguido me fui a trabajar, centrando toda mi
atención suavemente en aquello para lo que me habían contratado.
CAPITULO 143
Había descubierto que Facebook era una herramienta más que buena para
organizar una boda. Eliana me lo había recomendado porque ella estaba
metida de lleno en la planificación de la suya y sabía de lo que hablaba. Me
senté con un té Zinger de arándanos y abrí mi cuenta.
Creé un grupo privado para compartir fotos y enlaces comerciales que
estaba compuesto por mí y por mi pequeño grupo de soldados de
infantería: Gaby, Oscar, Luciana, Eliana, Maria y Victoria, la organizadora
oficial de la boda, que en realidad ahora estaba ganándose el sustento con
lo que debía de ser un trabajo muy exigente, en mi opinión. Las cosas
estaban yendo como la seda para contar con tan solo cinco semanas.
Teniendo en cuenta que estaba embarazada y llena de hormonas, además de
haber sufrido una devastadora pérdida personal, decidí que lo estaba
haciendo muy pero que muy bien.
Pedro estaba tan ocupado en el trabajo que apenas nos veíamos y la
mayoría de nuestras conversaciones eran a través de mensajes de texto.
Sabía que él se preocupaba por mí y que intentaba prestarme toda la
atención que podía, pero apenas había tiempo libre. Entendía la presión a la
que estaba sometido, y yo generalmente necesitaba tiempo para aceptar
todo lo que había pasado en las últimas semanas. Él llegaba a casa muy
tarde y en cuanto lo hacía quería básicamente dos cosas: hacer el amor y
tenerme cerca mientras dormía. La necesidad de contacto físico de Pedro
seguía siendo tan fuerte como siempre. No me importaba. Yo lo necesitaba
tanto como él, creo. Ambos nos preocupábamos por el otro.
Envié un mensaje rápido a Eliana sobre las fotos que había colgado de
los arreglos florales y le dije en broma que hablábamos más por Facebook
que en persona. En realidad era ridículo, sobre todo porque vivía en el
mismo edificio que yo. Eliana y Pablo estaban tan abrumados con sus
trabajos en Seguridad Internacional Alfonso como lo estaba Pedro.
Nadie tenía mucho tiempo libre.
Lo dejé ahí y miré mi perfil para ver algunos mensajes nuevos que me
habían llegado. Había varias notificaciones de donativos procedentes del
Meritus Collage Fund de San Francisco, que mi padre había apoyado
durante años. Se trataba de una hermosa obra benéfica comprometida con
ayudar a niños desfavorecidos pero motivados a obtener una educación
universitaria. Sé que él lo habría querido así, de modo que anuncié que en
lugar de flores podían mandar donativos directamente a Meritus. La
fundación me enviaba amablemente una notificación cada vez que alguien
dejaba un donativo en nombre de mi padre. Luis Langley había ofrecido un
donativo, así como el personal de la Galería Rothvale y el padre de Gaby,
Roberto Hargreave. Su consideración me conmovió profundamente y así se lo
dije a través de mensajes personales de agradecimiento.
Subí a mi perfil de Facebook una bonita foto de mi padre sosteniéndome
cuando yo era un bebé. Me había entretenido escaneando fotos de los
álbumes que había cogido de su casa y que me había traído conmigo. En
esta en concreto, ambos estábamos vestidos con lo que parecían ser
pijamas, por lo que debía de ser una foto hecha por la mañana. Mi padre
me tenía sentada frente a él, en su mesa, mirando a cámara, y ambos
lucíamos unas sonrisas enormes en nuestras caras. Me preguntaba quién la
habría sacado. ¿Mi madre? Mi padre estaba tan joven en la foto… y
parecía muy feliz. Al menos tenía recuerdos hermosos como este en el
corazón.
Me puse triste cuando me di cuenta de que no tendría fotos de abuelo,
con él y mi bebé. Ya no… Esa punzada se me clavó en el pecho y tuve que
cerrar los ojos un momento y respirar.
El dolor que se siente al tener que recordarle a tu cerebro que nunca más
los verás, los abrazarás, te reirás con ellos o hablarás con ellos de nuevo…
Es una mierda.
Aunque Horacio sí tendrá fotos como abuelo. Sí, las tendría. Sé que el
padre de Pedro será un abuelo muy comprometido. Me hace muy feliz
pensar que Horacio y Maria lo cuidarán. Yo tenía a mi tía para ejercer de
«abuela» de mi bebé en caso de que mi propia madre no mostrase interés.
Uf. Cambio de tema, por favor.
Un mensaje nuevo apareció de pronto en una ventanilla con un pequeño
sonido.
Bruno Westman: Eh, hola. Acabo de meterme y he visto tu puntito verde.
He logrado llegar a Londres para los Juegos y esperaba que pudiéramos
reconectar mientras esté en la ciudad. En realidad llegué ayer por la
mañana. Todavía ando recuperándome del jet lag :/ ¿Qué tal estás?
Bruno… Me había encontrado por Facebook poco después del funeral y
habíamos chateado un poco desde entonces. Recordaba que me había dicho
que su empresa lo iba a enviar a los Juegos Olímpicos, y Jesi también me
lo había recordado. En realidad ella estaba decepcionada por no haber
podido venir con él, ya que le encanta el deporte. Los Juegos tienen mucho
más que ver con ella que conmigo. Aun así, que los XXX Juegos Olímpicos
tengan lugar en donde vives es algo emocionante, lo mires como lo mires.
Paula Chaves: Las cosas van mejor… Gracias. ¿Dónde te alojas en
Londres?
Bruno Westman: ¡En Chelsea, por supuesto! No voy a perderme la
historia de Jimi si estoy aquí.
Paula Chaves: ¡Je! Lo recuerdo. Qué gracia, porque el padre de
Pedro me va a llevar a comer hoy. Él era taxista en Londres y conoce
todos los sitios y la historia de lugares como ese. Podrías unirte a
nosotros si quieres y recibir una clase exprés de historia.
Bruno Westman: Me encantaría. ¡Gracias! Envíame un mensaje con el
restaurante cuando lleguen y me reúno con Ustedes.
Cerré Facebook y me dirigí a la ducha. Tenía una comida con mi futuro
suegro y después una sesión de fotos. Hoy no había tiempo para el pecado
de la desidia.
domingo, 23 de marzo de 2014
CAPITULO 142
Dormí durante tres días seguidos una vez que regresamos a Londres. Lo
necesitaba, y volver a mi ambiente me ayudó muchísimo —le dije a la
doctora Roswell—. Estoy empezando el proyecto de investigación que me
han aprobado en la universidad y tengo buenos amigos a mi alrededor
ayudándome a organizar la boda.
—¿Cómo van los terrores nocturnos ahora que has dejado la
medicación? —me preguntó.
—Son erráticos. Empecé a tenerlos otra vez cuando dejé las pastillas,
pero con todo esto, ahora que mi padre ha muerto, han parado de nuevo.
¿Crees que se debe a que ahora mi cabeza está en otra cosa y eso ocupa el
lugar de lo que soñaba antes?
La doctora Roswell me observó con atención.
—¿La muerte de tu padre es peor que lo que te ocurrió cuando tenías
diecisiete años? —preguntó.
Guau. Esa era una pregunta importante. Y sobre la que nunca antes había
reflexionado. Mi primer impulso fue responder que por supuesto, que la
muerte de mi padre era peor, pero si era sincera conmigo misma, no creo
que fuera así. Ahora era adulta y podía ver las cosas con más madurez que
cuando era una adolescente; además había intentado suicidarme después
del vídeo de la violación. Ahora ni siquiera tenía pensamientos de ese tipo.
Quería vivir. Necesitaba vivir junto a Pedro y, sobre todo, cuidar de
nuestro bebé. No había más alternativa. Allí, sentada en el consultorio de la
doctora Roswell, en cierto modo todo se me iluminó en un momento.
Vislumbrar por fin la luz me ayudó a darme cuenta de que estaría bien.
Saldría de esta y la alegría volvería a mí, con el tiempo.
Negué con la cabeza y contesté a mi terapeuta con sinceridad.
—No. No es peor.
Anotó eso con su pluma estilográfica color turquesa tan bonita.
—Gracias por ayudarme a verlo todo claro, creo que por primera vez —
le dije.
—¿Puedes explicarme lo que quieres decir con eso, Paula?
—Creo que sí. —Cogí una bocanada de aire e hice mi mejor intento—.
Sé que mi padre me quería y que él sabía lo mucho que yo le quería
también. Tuvimos un tipo de relación en el que compartíamos nuestros
sentimientos todo el tiempo, de modo que ahí no hay remordimientos. Me
parte el corazón que nuestro tiempo se haya truncado de golpe, pero no hay
nada que se pueda hacer al respecto. Así es la vida. Mira Pedro, él perdió a
su madre cuando tenía cuatro años. Ellos básicamente no pasaron tiempo
juntos, y apenas la recuerda. Yo tuve a mi maravilloso y cariñoso padre
durante casi veinticinco años.
La doctora Roswell me dirigió una sonrisa radiante.
—Me hace muy feliz escucharte hablar así. Me temo que has descifrado
el código secreto. Muy pronto no tendré excusa alguna para seguir
mandándote una factura por mis servicios.
—Ah…, no, eso no pasará, doctora Roswell. No se separará de mí en
unos años. Imagine todos los remordimientos que tendré en cuanto sea
madre.
Ella rio con su dulzura habitual.
—Estoy deseando esas charlas —dijo mientras cerraba su cuaderno y
ponía la tapa a su pluma estilográfica—. Bueno, cuéntame esos planes de
boda. Quiero escuchar todos los detalles…
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